Cuadernos de Marte

Año 11 / N° 21 Julio – Diciembre 2021

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La dimensión estratégico-militar en el imperialismo informal: proximidad geográfica y despliegue de tropas en las relaciones entre los Estados Unidos y la República Dominicana

 

The strategic-military dimension in informal imperialism: geographic proximity and troop deployment in US-Dominican relations.

 

Por Luciano Anzelini*

Recibido: 16/2/2021 – Aceptado: 18/10/2021

Cita sugerida: Anzelini, L. (2021). La dimensión estratégico-militar en el imperialis- mo informal: proximidad geográfica y desplie- gue de tropas en las relaciones entre los Estados Unidos y la República Dominicana. Cuadernos de Marte, 0(21), 49-96. Recuperado de https://publicaciones.sociales.uba.ar/index.php/cuadernosdemarte/article/view/7110/5958


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Resumen

El presente artículo busca dar cuenta de las condiciones que dieron lugar a un imperialismo informal en la relación entre los Estados Unidos y la República Dominicana. En ese marco, se procura describir el nivel de control estratégico-militar que el actor central ejerció sobre el periférico a lo largo del siglo XX. Dicho control refleja la histórica preocupación estadounidense por el tipo de Fuerzas Armadas que debían desarrollar las naciones del Caribe. A lo largo del trabajo, se revisan los conceptos “orden hegemónico”, “imperio informal” y “jerarquía”, categorías del campo teórico de las relaciones internacionales. Posteriormente, se aborda la cuestión del despliegue de tropas como indicador de la jerarquía geopolítica; y se describe, desde una perspectiva histórica, la proyección de poder militar estadounidense sobre la República Dominicana. Finalmente, se extraen conclusiones sobre los hallazgos principales del trabajo, los que exhiben que el vínculo entre los Estados Unidos y la República Dominicana se configuró como un “imperialismo informal militarizado”, diferenciable del clásico “imperialismo informal de libre comercio”.

 

Palabras clave: imperio informal – Estados Unidos – República Dominicana – despliegue de tropas – proximidad geográfica

 

Abstract

This article sets out to analyze the conditions that led to an informal imperialism in US-Dominican relations. In this context, the essay tries to display the level of strategic-military control that the centre exercised over the periphery throughout the 20th century. Such control reflects the traditional US concern for the type of Armed Forces that the Caribbean nations should develop. Theoretical categories such as "hegemonic order", "informal empire" and "hierarchy" are reviewed throughout the article. Subsequently, the issue of troop deployment is addressed as an indicator of geopolitical hierarchy. After that, the evolution of the US military deployment in the Dominican Republic is described, to finally draw conclusions about the main findings of the work, which exhibit that the relationship between the United States and the Dominican Republic was configured as a “militarized informal imperialism”, distinguishable from the classic “free trade informal imperialism”.

 

Key words: informal empire – United States – Dominican Republic – troop deployment – geographic proximity

 

Introducción

Ikenberry afirma que las grandes potencias se enfrentan a una encrucijada estratégica que podría resumirse en tres verbos: “abandonar”, “dominar” o “transformar”.  Este artículo se enfoca en el accionar de una gran potencia que ha ejercido la dominación sobre un estado pequeño en su “periferia inmediata”. El estudio de caso –la relación entre los Estados Unidos y la República Dominicana durante el siglo XX– es un ejemplo de dominación imperial de carácter informal.

El ensayo emplea conceptos que no han sido predominantes en la teoría de las relaciones internacionales. Términos como orden hegemónico, imperio y jerarquía ocuparon un lugar marginal durante el siglo XX. Desde principios del siglo XXI han recuperado un espacio considerable en las discusiones académicas, aunque su empleo continúa siendo impreciso. Este trabajo se propone efectuar una clarificación conceptual, tendiente a explicitar la categoría “imperio informal” como variante de “orden hegemónico”, a partir de la identificación de la jerarquía como principio ordenador. 

El empleo de la categoría “imperio informal” exige, inicialmente, un esfuerzo analítico: ¿alcanza, a la hora de definir el término, con contraponerlo a la idea de imperio formal? ¿Cómo es posible diferenciarlo de otro concepto, a priori muy similar, como el de “área de influencia”? ¿Es posible hallar una aproximación que permita superar la supuesta “vaguedad” que se le ha atribuido? ¿Hasta qué punto se encuentra desarrollado el debate sobre el concepto? ¿Se ha avanzado algo desde la pionera utilización del mismo por parte de Robinson y Gallagher para dar cuenta del imperialismo informal británico del siglo XIX? ¿Cuáles son los métodos característicos que emplea un imperio informal? ¿Es posible discernir subtipos de imperios informales? ¿En cuál de ellos se encuadra el estudio de caso de este trabajo?

En este marco, el trabajo busca dar cuenta de las condiciones que dieron lugar a un imperialismo informal militarizado en la relación entre los Estados Unidos y la República Dominicana. La construcción de esta categoría –como variante diferenciable del imperialismo informal de libre comercio– para dar cuenta de las relaciones entre los Estados Unidos y la República Dominicana permite enriquecer la densidad teórica del concepto formulado originalmente por Gallagher y Robinson. De este modo, se procura contribuir –por medio de los hallazgos de un estudio de caso– a llenar el vacío detectado por algunos de los diagnósticos de la historiografía británica en torno a la falta de estudios sistemáticos sobre el imperialismo informal.  

La naturaleza militarizada del vínculo estadounidense-dominicano se halla fuertemente condicionada, por un lado, por la cercanía geográfica que facilitó la proyección de poder de Washington; y, por el otro, por los conflictos geopolíticos e ideológicos de orden global que tuvieron lugar durante las dos guerras mundiales y durante la Guerra Fría. Éstos llevaron al gobierno estadounidense a intervenir en su “periferia cercana” e incidir decisivamente sobre las “élites colaboradoras” dominicanas, con el fin de evitar la influencia alemana –durante la primera etapa– y la soviética –durante la segunda–. Los factores que explican esta militarización no fueron rasgos salientes del imperialismo informal británico en el siglo XIX, experiencia que dio origen al empleo del término. 

El artículo procura describir el nivel de control geopolítico que el actor central ejerció sobre el periférico, a partir de la evaluación de la proyección física de poder. Dicho control refleja una histórica preocupación por el tipo de instrumento militar que debían desarrollar las naciones del Caribe. En el próximo apartado, se revisan las categorías “orden hegemónico”, “imperio informal” y “jerarquía”. Tras ello, se aborda la cuestión del despliegue de tropas como indicador del control estratégico-militar de los Estados Unidos. Posteriormente, se describe la evolución de ese despliegue en la República Dominicana a lo largo del siglo XX, para finalmente extraer conclusiones sobre los hallazgos principales del trabajo. 

 

¿Imperio informal o área de influencia? Una mirada sobre las diferentes formas de órdenes hegemónicos y el lugar de la rivalidad interimperial

La noción de imperio que se emplea es relacional y utiliza como unidad de análisis a los estados. Esto implica una relación de dominación basada en el control político y económico entre dos unidades del sistema internacional. De esta forma, cuando a lo largo del trabajo se emplea la noción de imperialismo en el Caribe se lo hace a modo de referencia geográfica, sin el afán de generalizar al conjunto de países que componen el área. La lógica es similar a la que utiliza M. Brown cuando desarrolla el tema en su obra colectiva sobre el imperialismo informal británico en América Latina. 

 Los “imperios informales” constituyen una variante de orden hegemónico que tiene dos submodalidades: el “imperio informal de libre comercio” y el “imperio informal militarizado”. Ahora bien, estas denominaciones no saldan las diferencias que emergen entre el imperio informal y otras variantes de orden hegemónico. Los órdenes hegemónicos expresan relaciones asimétricas entre unidades políticas, es decir, vínculos estructurados en torno a la jerarquía como principio ordenador. Se trata de relaciones bilaterales caracterizadas por una notable diferencia en la disposición de atributos de poder, que exhibe desde los máximos niveles de control económico y geopolítico hasta versiones más atenuadas de la dominación. 

En este marco, resulta útil trazar un continuum de órdenes hegemónicos. Las relaciones de control pueden extenderse desde los clásicos imperios formales o coloniales que se multiplicaron entre los siglos XV y XIX, hasta las relaciones de “hegemonía benevolente” del siglo XX. Entre ambos extremos se erigen formas intermedias de relacionamiento jerárquico, que comprenden a los protectorados, los imperios informales y las áreas de influencia. 

 

Gráfico I. Tipos de orden hegemónico

Fuente: elaboración propia

 

Los dos elementos centrales que contribuyen a discernir entre las variantes de orden jerárquico son: i) el nivel de control que ejerce el centro sobre la periferia; y ii) la asunción por parte del estado poderoso no sólo de la política externa, sino de la política doméstica de la nación subordinada. En el imperialismo formal, la potencia central dicta tanto la política internacional como doméstica de la unidad periférica. En el otro extremo, la “hegemonía benevolente” expresa relaciones en las que el centro incide –sobre la base del consenso– en las decisiones de política exterior del estado subordinado, sin que éste último pierda –a diferencia del colonialismo– su condición formal de nación soberana. Entre el imperio formal y la hegemonía benevolente se erigen los ordenamientos intermedios de relacionamiento jerárquico: protectorados, imperios informales y áreas de influencia. 

En los protectorados, la potencia dominante asume la política internacional de la nación periférica, delegando en las autoridades locales los asuntos domésticos. En lo referido a la distinción entre los imperios formales y los protectorados, la diferencia radica en la conservación, para el caso de los protectorados, de la capacidad de decisión por parte de las élites locales sobre los asuntos internos. Desde luego, quedan exceptuados aquellos asuntos domésticos relacionados con la defensa exterior, los que permanecen bajo la égida del centro. Por su parte, la política externa en ambos tipos de orden hegemónico es dictada por la nación poderosa. 

Resta describir las diferencias que surgen entre las categorías del continuum que no suponen un “recorte formal” de la soberanía periférica: áreas de influencia, imperios informales y hegemonías benevolentes. A los efectos de este ejercicio, se destacan como factores relevantes: el concepto de soberanía, las estructuras de colaboración periféricas, el rol del consenso, las rivalidades entre actores centrales y los márgenes de autonomía periférica.

En cuanto a la soberanía, los órdenes hegemónicos suponen relaciones en las cuales una unidad retiene totalmente la soberanía de la otra (imperios formales), parte de ella (protectorados) o directamente no retiene de manera formal la soberanía del estado subordinado (áreas de influencia, imperios informales y hegemonías benevolentes). Sin embargo, no absorber formalmente la soberanía de la unidad periférica no implica la inexistencia de dominación. En efecto, el control o una influencia decisiva pueden alcanzarse a través del denominado “autogobierno de las periferias”. En este caso, se busca lograr la condescendencia de las élites periféricas, sin la necesidad del ejercicio directo del poder por parte de las autoridades metropolitanas. No obstante, cada uno de los tipos ideales de orden hegemónico que no expresan una retención formal de soberanía (imperios informales, áreas de influencia y hegemonías benevolentes) exhiben, a su vez, divergencias entre sí.   

En el caso de las “hegemonías benevolentes”, se establece entre la nación poderosa y su contraparte un elevado nivel de aquiescencia por parte de la segunda, con un consentimiento que excede a la clase dirigente. No se trata sólo de la existencia de una “estructura de élites colaboradoras”, sino que el consenso se encuentra diseminado en el conjunto de la nación subordinada. El recurso al poder coercitivo se torna infrecuente, toda vez que los objetivos del estado poderoso se encuentran garantizados gracias a la internalización periférica de los intereses del centro. 

Con respecto a las áreas de influencia y los imperios informales, estas variantes de orden hegemónico se encuentran a mitad de camino entre las relaciones que suponen una sustracción formal de soberanía –ya sea total como en los imperios formales o parcial como en los protectorados– y las que se cristalizan por medio del consenso brindado por la periferia (hegemonías benevolentes). Hay otro rasgo que comparten los órdenes hegemónicos en los que no hay una sustracción formal de soberanía (imperios informales, áreas de influencia y hegemonías benevolentes) y que los diferencia de los imperios formales y los protectorados. Se trata de la capacidad de las unidades periféricas –en su condición de estados formalmente soberanos– de suscribir acuerdos internacionales, así como de unirse a organismos interestatales como miembros plenos. Esta capacidad no la retienen los estados subordinados de un “imperio formal” o de un “protectorado”.

Las aclaraciones no resuelven todavía las diferencias entre imperios informales y áreas de influencia. Según J. Onley: “Lo que para algunos historiadores es una esfera de influencia para otros es un imperio informal y viceversa”. Como sucede con el resto de los ordenamientos hegemónicos, ambos comparten su estructuración en torno a la jerarquía como principio ordenador. Además, ni la dominación es total como en las experiencias colonialistas ni el resultado de una influencia construida sobre la base de un consenso extendido. Aun cuando no exhiben como rasgo predominante un despliegue permanente de la fuerza militar, esta posibilidad –a diferencia de las hegemonías benevolentes– permanece latente. 

Onley se ocupó, en su investigación sobre el imperialismo informal británico en el Golfo Pérsico, de realizar aportes conceptuales para distinguir entre imperios informales y áreas de influencia. La principal divergencia radica en una variable de orden geopolítico: la existencia o no de amenazas por parte de otros grandes poderes con intereses en la zona. Mientras el imperialismo informal supone la ausencia de una rivalidad imperial desafiante en la región, las “áreas de influencia” implican diversos grados de rivalidad interimperial.  

En base a estos supuestos, el caso que es objeto de análisis en este artículo se puede describir más fielmente recurriendo al concepto de “imperio informal” que al de “área de influencia”. El control norteamericano sobre la República Dominicana a lo largo del siglo XX no enfrentó amenazas por parte de otras potencias que pudieran poner en entredicho la relación de subordinación. 

 

La jerarquía como principio ordenador en las relaciones de dominación

Los vínculos de supra y subordinación internacional encuentran expresión en los planos doctrinario y estratégico-militar, subdimensiones de la dominación geopolítica. Es posible detectar en este terreno dos variables –con sus respectivos indicadores– que contribuyen a ponderar el nivel de control: la proximidad física y la incidencia de las cuestiones geoestratégicas e ideológicas de orden global.   

El primer indicador –ligado con la proximidad física– para medir la jerarquía geopolítica es la presencia de fuerzas militares del país central en el periférico. A medida que la periferia gana preponderancia como espacio para la proyección de tropas metropolitanas, los niveles de jerarquía internacional tienden a aumentar. Por el contrario, el repliegue y la salida de tropas del territorio periférico sugieren una eventual reducción en los niveles de jerarquía, con la consecuente adquisición de mayores márgenes de autonomía por parte del actor subordinado. Asimismo, suele haber un fuerte incentivo para la proyección de tropas cuando existe una escasa distancia geográfica entre centro y periferia. Según D. Lake, la proyección de poder permite: i) influenciar y hasta determinar las políticas militares y de seguridad del país periférico; ii) comprometer a la nación débil en conflictos internacionales que la hagan objeto de retaliación; y iii) restringir las iniciativas de la periferia en materia de política exterior, defensa o seguridad internacional. 

El segundo indicador de jerarquía en el plano geopolítico –ligado con la conflictividad global– es el relativo a las características que adquiere la doctrina castrense del país subordinado. Contextos globales convulsionados, marcados por la incompatibilidad política o ideológica, suelen dar lugar a transformaciones sustantivas en la doctrina militar de los países periféricos. 

Asimismo, existen otros elementos que influencian la proyección de poder del centro sobre la periferia y moldean la doctrina castrense de los estados subordinados. Entre ellos, las sumas de dinero destinadas por los países poderosos al financiamiento de sus aliados militares; las ventas y transferencias de sistemas de armas; el rol metropolitano en materia de adiestramiento y capacitación de uniformados del país periférico; y el intercambio de inteligencia estratégica.

 

La dominación geopolítica de los Estados Unidos en el Caribe

El Caribe fue caracterizado por diversos analistas como una “frontera imperial”. Wiarda, en particular, estudió desde el punto de vista histórico a la región como ámbito de disputas interimperiales, hasta llegar a la situación del siglo XX en la que los Estados Unidos desplazaron a sus competidores europeos. La preeminencia estadounidense, que empezó a cobrar forma a fines del siglo XIX, implicó, en términos conceptuales, la retracción de las “áreas de influencia” y el avance de los “imperios informales” y los “protectorados”.

  Los Estados Unidos lograron en 1898 desplazar a España de la cuenca del Caribe, a través de su intervención directa en la guerra de independencia cubana. En simultáneo, se fue produciendo el reemplazo de Gran Bretaña como potencia económica y militar del área. Al concluir la primera Guerra Mundial, ya no quedaban vestigios de rivalidad interimperial: los países de la región habían trasladado su dependencia a los Estados Unidos, dejando atrás viejas relaciones de subordinación con España, Francia y Gran Bretaña.

 

El despliegue de tropas como indicador de jerarquía geopolítica

 

La política estadounidense hacia la cuenca del Caribe refleja una larga trayectoria de priorización de los asuntos estratégico-militares. Este orden de prelación, en el que los asuntos económicos se subordinan a los de defensa y seguridad, se ha materializado en una apreciación estratégica de la región como una “tercera frontera” o “perímetro de defensa” de los Estados Unidos. Asimismo, las percepciones sobre la incidencia estratégica de la proximidad entre centro y periferia reconocen profundas raíces histórico-psicológicas.  

Desde fines del siglo XIX, y hasta entrada la década de 1970, las metas de seguridad de Washington en el Caribe podrían sintetizarse en tres: i) garantizar un flanco austral seguro, estable y pacífico; ii) facilitar el acceso a materias primas y robustecer el comercio, la inversión y las rutas de transporte; y iii) garantizar la ausencia de rivalidades interimperiales en la región. Desde mediados de la década de 1970, y en línea con la complejización de la seguridad internacional, se adicionaron las problemáticas migratorias del narcotráfico y del terrorismo. Para preservar estos intereses, Washington desplegó un conjunto de estrategias –que fueron desde el unilateralismo hasta el multilateralismo y desde la intervención puramente militar hasta enfoques integrales que contemplaron la acción económico-social– en el que jugaron un papel determinante el despliegue de tropas y el establecimiento de bases castrenses.

El siguiente apartado describe la dominación geopolítica de los Estados Unidos en la República Dominicana desde la perspectiva de la proyección de poder. En este sentido, se busca contextualizar, desde el punto de vista histórico, las condiciones que dieron lugar a un imperialismo informal de tipo militarizado. Para ello, se puntualiza la transformación del vínculo –ocurrida a principios del siglo XX– de “área de influencia” a “imperio informal”. Este proceso ha estado determinado, en línea con lo sugerido en los párrafos previos, por el desplazamiento de las potencias europeas de la cuenca del Caribe y la consolidación de una situación de ausencia de rivalidad interimperial. En este marco, se revisa la historia de las intervenciones militares en Santo Domingo durante el siglo XX. El argumento central es que la proximidad geográfica ha sido clave para moldear el carácter del vínculo centro-periferia, el que ha adquirido los rasgos de un imperialismo informal de tipo militarizado. 

 

Imperialismo informal y proyección de poder sobre la República Dominicana

 

Lowenthal sostiene que en ningún otro país los Estados Unidos han ejercido una influencia tan sostenida como en la República Dominicana. Lo grafica de este modo: “Tres veces en 60 años –en 1905, en 1916 y en 1965– los Estados Unidos enviaron los marines a Santo Domingo. Esas intervenciones militares sólo constituyen los más dramáticos episodios de un récord extraordinario (…) que ha precedido a la primera intervención y trascendido a la tercera”.

Este involucramiento excede ampliamente la proyección de poder en sentido estricto. Es decir, trasciende la concepción del despliegue físico de tropas, para impactar de manera duradera en los aspectos doctrinarios de las fuerzas armadas dominicanas. El imperialismo informal militarizado de Washington revela, asimismo, otro aspecto puntualizado por Lowenthal y enfatizado en este trabajo: que su principal motivación ha sido la búsqueda de seguridad y que el despliegue de tropas ha procurado tener efectos anticipatorios. 

A continuación, se efectúa un racconto histórico del intervencionismo militar estadounidense. Se trata de un proceso que ha tenido como momentos cruciales las intervenciones que siguieron al “corolario Roosevelt” a la doctrina Monroe (1905), la ocupación militar (1916-1924) o la invasión de los marines durante la guerra civil (1965), pero que trasciende esas contingencias históricas para adquirir la fisonomía de un fenómeno estructural. 

 

La primera parte del siglo XX (1900-1930)

 

Aún no se había iniciado el siglo XX y la incidencia militar norteamericana en la República Dominicana ya se hacía sentir. La primera exhibición de esta proyección de fuerza ocurrió en plena consolidación del imperialismo informal, es decir, en una etapa de desplazamiento de los intereses europeos. Tuvo lugar cuando el gobierno de Francia exigió al dominicano de Juan Isidro Jimenes el pago de 280.000 francos, pendientes de una indemnización acordada en 1897. Ante la imposibilidad de embargar los ingresos aduaneros, los cónsules galos requirieron a su gobierno el envío de tres embarcaciones de guerra, situación frente a la cual el gobierno estadounidense reaccionó desplegando sus propios navíos militares. 

En un sentido similar deben leerse los sucesos de marzo de 1903, que culminaron con un enfrentamiento por el dominio de la ciudad de Santo Domingo. El general Woss y Gil, al frente de fuerzas rebeldes, desplazó al mandatario Horacio Vásquez y fue proclamado presidente provisional. El gobierno de Woss y Gil se vio atravesado por la ominosa presencia de embarcaciones de guerra norteamericanas. Éstas buscaban limitar la eventual proyección de potencias europeas –cuyo objetivo era cobrar deudas del gobierno dominicano– y garantizar su preeminencia en una zona estratégica del Caribe.  

El gobierno de Woss y Gil debió capitular ante un levantamiento de tropas rebeldes al mando del ex sacerdote Carlos Morales, que contaba con respaldo estadounidense. Un mes después, los marines desembarcaron en las ciudades de Santo Domingo, Azúa y Puerto Plata. Este despliegue se sostuvo a lo largo de 1904, con la nación sumida en una guerra civil y su presidente dispuesto a colocarla bajo la tutela de Washington. El gobierno, que había perdido el dominio de buena parte del territorio, pudo retener el control de la capital gracias al apoyo norteamericano.  

En febrero de 1905, como continuidad de la política expansionista que los Estados Unidos venían desarrollando desde la guerra hispanoamericana de 1898, Theodore Roosevelt pronunció su corolario a la doctrina Monroe. Se impedirían los bloqueos, bombardeos u ocupación de las aduanas de los países americanos por parte de las potencias europeas. El mandatario le dedicaba un párrafo a Santo Domingo: “Las condiciones en la República Dominicana no sólo constituyen una amenaza a nuestras relaciones con otras naciones extranjeras, sino que también afectan (…) la seguridad de los intereses americanos”.

Tras el mensaje de Roosevelt, el secretario de Estado John Hay cablegrafió a su ministro en Santo Domingo, Thomas Dawson, para que sondeara al presidente Morales sobre la posibilidad de que los Estados Unidos se hicieran cargo de la recaudación de aduanas. Poco después, arribó una nave de guerra con el coronel George Colton, quien fue designado Receptor de Aduanas. La última manifestación de la incidencia norteamericana durante el mandato de Morales fue de orden político, pero también implicó el despliegue de medios militares. Tras una fallida maniobra para perpetuarse en el poder, Morales solicitó la intervención norteamericana para exiliarse. En enero de 1906, tras remitir al Congreso su carta de renuncia, Morales abandonó la República Dominicana a bordo de la cañonera USS Dubuque con destino a Puerto Rico.

El año 1907 fue clave para la consolidación del imperialismo informal. En febrero se suscribió la “Convención Domínico-Americana”, que profundizaba la dependencia financiera en un contexto de conmoción interna. El cuadro de situación hacía que el músculo militar estadounidense permaneciera latente, como lo demuestra el mensaje de T. Roosevelt a su secretario de Marina: “En cuanto a Santo Domingo, dígale al almirante Bradford que reprima toda revolución. Me propongo mantener la isla en el status quo”. La situación empeoró drásticamente con el asesinato del presidente Cáceres en noviembre de 1911, quien murió en la legación estadounidense en Santo Domingo.

Desde entonces, la guerra civil recrudeció y con ella el intervencionismo norteamericano. Esto se hizo particularmente evidente durante el gobierno de Eladio Victoria (1911-1912). El nuevo enviado norteamericano, William Russell, lo expresó así: “Sin nuestro control efectivo, aquí una administración es tan buena como cualquier otra”. Menos de una semana después, Frank McIntyre –general a cargo del Bureau de Asuntos Insulares del Departamento de Guerra– y William Doyle –jefe de la División Latinoamericana del Departamento de Estado– fueron enviados a Santo Domingo, a bordo del USS Prairie, en una misión especial con cerca de 800 soldados destinada a “investigar la situación dominicana”. 

Los comisionados ahogaron financieramente al gobierno de Victoria e iniciaron gestiones con el grupo rebelde encabezado por Horacio Vásquez. Éstas se desarrollaron según la lógica del imperialismo informal: Vásquez y sus hombres fueron convocados a una reunión a bordo del USS Prairie, de la que surgió el nombre del arzobispo Adolfo Nouel como presidente provisional por un periodo de dos años. Sin embargo, la estancia del prelado en el poder fue fugaz. Agobiado por las presiones de la guerra civil, y a pesar del respaldo estadounidense, dimitió en marzo de 1913. 

Su sucesor fue el general José Bordas Valdez, cuyo gobierno resultó atravesado por una nueva etapa de “imperialismo de las cañoneras”. Menos de cinco meses después de su asunción resultó desafiado por una insurrección en Puerto Plata conocida como la “revolución del ferrocarril”. Desde ese momento, la intervención de los Estados Unidos se hizo cada vez más palmaria. Pese a que Bordas contaba con el apoyo del ministro norteamericano Sullivan, el presidente Wilson y su secretario de Estado Bryan le quitaron su respaldo. Ello resultó claro cuando, frente a una avanzada por recuperar Puerto Plata, las fuerzas gubernamentales fueron repelidas desde un buque de guerra norteamericano, el USS Machias. Al mismo tiempo, desde el USS South Carolina desembarcaron marines que se inmiscuyeron abiertamente en el conflicto interno dominicano.

En julio de 1914, Woodrow Wilson efectuó un comunicado que implicaba un ultimátum para Bordas y daba claras señales de cómo opera el imperialismo informal. El mandatario comisionó a dos hombres de su confianza –el gobernador de New Jersey, John Fort, y el abogado de New Hampshire, Charles Smith– para que supervisaran el cumplimiento del plan previsto para la República Dominicana. La comitiva llegó a bordo de varios acorazados, en los que se mantuvieron reuniones con los hombres fuertes de la política dominicana, incluido el presidente Bordas. En esos encuentros, se consumó la renuncia de Bordas, a la vez que los comisionados –con la anuencia de los políticos locales– definieron el nombramiento de Ramón Báez como presidente provisional. Su misión sería garantizar la celebración de comicios en el mes de octubre. 

Las elecciones fueron ganadas por Jimenes, quien iniciaba su segundo mandato –el primero había sido entre 1899 y 1902– en plena consolidación del imperialismo informal militarizado. El caudillo no había cumplido un mes en el gobierno cuando Washington le efectuó su primer planteo: la creación de una Guardia Civil que sustituyese al Ejército y a la Guardia Rural. Las presiones no cejaron y las primeras concesiones de Jimenes fueron la causal de un movimiento insurreccional impulsado por Horacio Vásquez en julio de 1915. Una nueva muestra del reflejo militar estadounidense quedó plasmada ante dicho conato, en este caso a través de una advertencia efectuada a Vásquez por el encargado de negocios en Santo Domingo, que incluía la posibilidad del desembarco de tropas en apoyo a Jimenes. 

En mayo de 1916 arribó el crucero USS Prairie, capitaneado por el comandante Walter Crosley. Pocos días después, procedente de Haití –que también se hallaba bloqueada por Estados Unidos– arribó el contralmirante William Caperton. Media docena de buques de guerra anclaron en Santo Domingo, mientras una cantidad similar fue enviada a Puerto Plata, Sánchez, San Pedro de Macorís y Montecristi. En ese marco, Caperton se dirigió a Camelén, en donde se encontraba el presidente Jimenes para ofrecerle ayuda militar con el fin de abortar el alzamiento rebelde, lo que fue rechazado por Jimenes. Al regresar a Santo Domingo con el objeto de recuperar el control de la capital, el mandatario –que buscaba vencer a las tropas de Desiderio Arias– se topó con una sorpresa. Los marines habían desembarcado sin autorización presidencial. La situación de Jimenes era insostenible: acorralado por la revuelta y por la intervención norteamericana, debió renunciar el 7 de mayo de 1916. 

La lesión de la soberanía periférica resultaba ostensible y la delgada línea entre imperialismo formal e informal comenzaba a resquebrajarse. La asunción de Francisco Henríquez y Carvajal como presidente en julio de 1916 había sido aceptada por Washington, luego de idas y vueltas que habían incluido la declinación –a instancias de los Estados Unidos– del candidato elegido por el Parlamento dominicano. La presencia de tropas se conjugaba con una presión cada vez mayor por el control financiero y por el comando de la Guardia civil. La reticencia de Henríquez y Carvajal, especialmente en cuanto al establecimiento de una Guardia bajo el mando de Washington, selló su suerte. Se inició en lo inmediato la única etapa del siglo XX en que el imperialismo informal dejó lugar a una administración formal de la periferia. El 29 de noviembre de 1916, el capitán de navío Harry Knapp anunció la ocupación militar. 

En cuanto al periodo de ocupación (1916-1924), es necesario puntualizar la centralidad que la República Dominicana detentaba para los Estados Unidos en el contexto de la primera Guerra Mundial. El rol de la Infantería de Marina no se limitó al desembarco y ocupación posterior –para luego dar lugar a una transición hacia una administración civil–, sino que asumió las posiciones clave de un gobierno de naturaleza castrense. Knapp fue designado Gobernador Militar y sus principales ministros fueron oficiales de las Fuerzas Armadas estadounidenses. 

El despliegue conllevó la conducción y el adiestramiento por parte de los marines de la Guardia Civil dominicana, la que pronto sería transformada en una Guardia Nacional. Como parte de los cambios, tuvo lugar la creación de una brigada especializada en actividades de espionaje dentro de la Guardia Nacional. Ese embrionario servicio secreto le permitiría a Trujillo, cuando todavía era un ignoto oficial, conocer de primera mano los “saberes técnicos” de una estructura de inteligencia que se fue sofisticando con el avance de la intervención. 

Un elemento que no puede ser obviado en una descripción del despliegue estadounidense es el nivel de violencia ejercida sobre la población dominicana. Los analistas del periodo coinciden en enfatizar el racismo que guiaba la conducta de los marines. Las atrocidades cometidas fueron objeto de investigaciones del propio senado de los Estados Unidos. Incluso el arzobispo de Santo Domingo, Adolfo Nouel –el mismo que había ejercido la presidencia con apoyo estadounidense–, señalaba la desenfrenada violencia con que actuaban los infantes de marina. Ésta alcanzó niveles inéditos como consecuencia de la resistencia de los grupos guerrilleros del oriente del país, a los que los norteamericanos llamaban despectivamente “gavilleros”. A mediados de 1918, más de 2.000 soldados estadounidenses los perseguían y otros 2.500 habían sido solicitados por el gobierno de ocupación para poner límites a la resistencia. Desde entonces, la represión no tuvo miramientos, lo que incluyó que las fuerzas norteamericanas llevaran a cabo su primer bombardeo sobre la población civil en la historia de América Latina. 

El desprestigio de las tropas de ocupación llevó a que el “tema dominicano” se convirtiese en un asunto de agenda en la contienda presidencial estadounidense de 1920. Wilson –afectado por las invectivas de su contrincante Warren Harding– debió ordenarle al gobernador militar Snowden que anunciara el inicio del proceso de evacuación. En 1921 asumió Harding la presidencia de los Estados Unidos e inmediatamente tomó como prioridad el asunto dominicano. El nacionalismo de ciertas élites dominicanas, la continuidad de las acciones de la guerrilla en la región oriental, las presiones de los grupos liberales en el sistema político estadounidense y la solidaridad continental de los gobiernos latinoamericanos aceleraron la evacuación. Tras designar un nuevo Gobernador para llevar adelante la transición –el contralmirante Samuel Robinson–, se emitió una nueva proclama conocida como “Plan Harding”. El documento –una hoja de ruta de cinco puntos– imponía a Santo Domingo la obligación de “mantener una Guardia Nacional” y establecía una misión militar encargada de su organización.

Finalmente, el instrumento que se empleó para encaminar el proceso –el “Plan Hughes-Peynado”– seguía la traza de los planes “Wilson” y “Harding”. El modus operandi para la evacuación fue trazado en un documento complementario denominado “Memorándum de Entendido de Evacuación”. El mismo mantenía en una posición tutelar a las fuerzas estadounidenses, aún después de iniciado el gobierno provisional que debía allanar el camino electoral. Los marines conservaban un papel determinante en materia de adiestramiento de las fuerzas dominicanas, a la vez que guardaban para sí la atribución de intervenir en caso de conmoción. Esta injerencia se mantuvo durante el gobierno de Juan Vicini (1922-1924), en el que predominó un “doble comando” entre un poder formal expresado por el propio presidente provisional y otro real en manos del gobernador militar estadounidense, general Harry Lee.

El tercer gobierno de H. Vásquez –iniciado en 1924– estuvo marcado por la oposición de los grupos nacionalistas a la continuidad del despliegue militar norteamericano. A pesar de ello, los Estados Unidos continuaron jugando un papel clave a través del impulso que dieron a Rafael Trujillo –jefe de la Policía Nacional desde 1926– como su hombre de confianza. Esa estrecha relación incluyó la materialización de un sistema de espionaje interno montado por Trujillo a partir de los lineamientos estadounidenses. 

El avance de la conspiración contra el gobierno de Vásquez –una conjuración de caudillos regionales liderados por Desiderio Arias– generó intranquilidad en Washington. Se llegó a especular en 1930 con la posibilidad de una nueva intervención militar directa. Sin embargo, otro desembarco de tropas –cuando no había completado su mandato el primer gobierno posterior a la ocupación militar– no parecía aconsejable. En la propia legación norteamericana se llevaron adelante las negociaciones que dieron por finalizado el gobierno de Vásquez e impulsaron a Rafael Estrella Ureña como presidente provisional. No obstante, el imperialismo informal estadounidense requería un nuevo “colaborador periférico” para dejar atrás la inestabilidad permanente. Esa figura ya estaba preparada para asumir su papel en la historia. Se trataba de Rafael Trujillo.  

 

La era Trujillo (1930-1961)

 

La incidencia estadounidense sobre Trujillo se remontaba a los años de la ocupación (1916-1924). Tanto la prensa de Washington como ciertos analistas del periodo compararon su situación con la de Anastasio Somoza en Nicaragua, dada la formación que ambos habían recibido de los marines. El coronel Richard Cutts –oficial que había sido determinante en la carrera de Trujillo– visitó en 1930 el Departamento de Estado para informar sus últimos encuentros con el flamante presidente. Como resultado, la cancillería norteamericana elaboró un memorándum en el que señalaba: “el coronel [Cutts] en todo momento defendió las aspiraciones de su pupilo, señalando que Trujillo era probablemente más americanizado que cualquier otro dominicano”. 

El apoyo norteamericano en los primeros años del gobierno de Trujillo resultó crucial para sofocar los levantamientos de Cipriano Bencosme en junio de 1930 y de Desiderio Arias un año después. En sendas oportunidades, Trujillo contó con la colaboración de Thomas Watson, un oficial de inteligencia del cuerpo de marines que había promovido su ascenso en la Guardia Nacional. Al asumir como presidente, Trujillo logró que desde Washington designaran a Watson como agregado en Santo Domingo, lo que le garantizó el apoyo aéreo de los Estados Unidos en las campañas de 1930 y 1931 contra los caudillos insurrectos. Watson también fue clave en la reorganización del servicio de inteligencia dominicano.

El influjo estratégico-militar norteamericano se pudo apreciar también durante la segunda Guerra Mundial. En 1941, el presidente F. D. Roosevelt logró que el Congreso le aprobase la Ley de Préstamos y Arrendamientos (Lend-Lease), que establecía un programa por el cual los Estados Unidos suministraban alimentos, petróleo y sistemas de armas a sus naciones aliadas. A cambio, Washington recibía el arrendamiento de bases militares en territorio de sus socios. En ese contexto, Trujillo suscribió un acuerdo secreto, por el cual Santo Domingo se hizo de armamento por 1,6 millones de dólares. El régimen dominicano –como muestra de su alineamiento– le declaró la guerra al imperio japonés el 8 de diciembre de 1941, al día siguiente del ataque a Pearl Harbor. Tres días más tarde extendió la declaración bélica a Alemania e Italia. La decisión provocó una feroz represalia de los submarinos alemanes, que en el marco de la “operación Neuland” hundieron en aguas del Caribe a los dos únicos buques mercantes dominicanos: el “San Rafael” y el “Presidente Trujillo”. 

En 1943 se suscribió un convenio para establecer la primera misión naval norteamericana en Santo Domingo, la que se convirtió en una de las principales bases de operaciones aliadas en el Caribe. Ello suponía fijar el diseño del instrumento militar dominicano bajo lineamientos originados en Washington. Por otra parte, documentos desclasificados exhiben cómo, con regularidad, información defensivo-militar de carácter secreto era transmitida a los funcionarios estadounidenses que cumplían tareas en Ciudad Trujillo.

El apoyo estadounidense fue fundamental para abortar la denominada “expedición de Cayo Confites” en 1947. La insurrección fue desarticulada a partir de las labores de inteligencia norteamericanas, lo que incluyó vuelos de reconocimiento sobre el extremo oriental de Cuba –en donde se sitúa el cayo que fue ámbito del adiestramiento rebelde– y la acción disuasoria sobre tres aviadores norteamericanos comprometidos inicialmente con los revolucionarios. El fracaso de Cayo Confites contó con un elemento contextual que reforzó la posición de Trujillo: el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR). Este pacto de defensa hemisférica, firmado el 2 de septiembre en Río de Janeiro –tres semanas antes de la expedición de Cayo Confites– resultó funcional a los intereses convergentes de Truman y Trujillo. 

La confluencia entre los intereses estadounidenses y dominicanos se repitió con la expedición de Luperón en 1949. Además del sofocamiento de la acción insurgente y de la creación de una comisión investigadora de la OEA –Trujillo veía en los hechos la mano del presidente guatemalteco Arévalo y del mandatario costarricense Figueres–, conviene prestar atención a la aceptación dominicana de la proyección estratégico-militar estadounidense. En conferencia con el embajador estadounidense ante las Naciones Unidas, Warren Austin, señalaba Trujillo:

 

Nuestra suerte está íntimamente unida a la suerte de los Estados Unidos (…) La tierra, el mar y el aire de los dominicanos estarán siempre abiertos a las necesidades de una alianza interamericana (…) Es visible el propósito que mantienen algunos sectores del Caribe de gobernar a la República Dominicana, desde el exterior, con sujeción a determinados puntos de vista extremistas (…) Si nosotros sucumbimos en esa lucha se perderá con ello uno de los más efectivos puntos de resistencia contra la penetración del comunismo en el Caribe y el Sistema Interamericano.

 

En 1951 el presidente Truman lanzó la Mutual Security Act, el programa de ayuda externa para el periodo 1951-1961. Los desembolsos buscaban contener la expansión comunista. Trujillo recepcionó más de seis millones de dólares –una cifra significativa para la época– en asistencia militar directa entre 1952 y 1961. El mismo año de sanción de la Mutual Security Act, se suscribió un acuerdo para extender a la República Dominicana el “Campo de Tiro de Gran Alcance para la prueba de Proyectiles Dirigidos”. El convenio establecía la construcción por parte de los Estados Unidos de una base aérea en la ciudad de Sabana de la Mar, enclavada en la estratégica Bahía de Samaná. 

En marzo de 1953, Trujillo suscribió con el secretario de Estado norteamericano, John F. Dulles, un Acuerdo de Asistencia Militar y Ayuda Mutua, mediante el cual se robusteció la alianza bilateral. En 1956, Washington y Santo Domingo suscribieron un Convenio de Cooperación sobre Usos Civiles de la Energía Nuclear, que ubicaba a la República Dominicana baja la égida del actor imperial en un tema altamente sensible. Adicionalmente, en 1957 se suscribió, por el plazo de diez años, un acuerdo para el establecimiento de estaciones de LORAN (Long Range Aid to Navigation). Santo Domingo aceptaba –en el marco de la política de cooperación hemisférica– el establecimiento en Cabo Francés Viejo, en la costa norte del país, de una instalación para estimular las facilidades de ayuda a largo alcance de las unidades de navegación marítima y área. 

Sin embargo, el alineamiento incondicional encontró su límite hacia fines de la década de 1950. El mantenimiento de Trujillo como socio estratégico se hizo insostenible para el presidente Eisenhower, como consecuencia del ensimismamiento en que había caído el dictador. El imperialismo informal opera desechando colaboradores periféricos cuando éstos ponen en riesgo los aspectos estratégicos del vínculo. En este contexto, la proyección de Washington experimentó un cambio: la CIA tomó las riendas del asunto, mientras que las fuerzas militares pasaron a fungir como reaseguro para el caso de una posterior intervención directa.

La inteligencia norteamericana jugó un papel decisivo en el plan que culminó con el asesinato de Trujillo el 30 de mayo de 1961. Un dato resulta irrefutable: los agentes estadounidenses facilitaron la entrega de armamento a los conspiradores locales que ultimaron a Trujillo. Si bien a último momento el gobierno de John F. Kennedy, como consecuencia del fracaso de Bahía de los Cochinos, canceló la operación planificada por la CIA –que además del ajusticiamiento implicaba la inmediata constitución de una Junta Militar–, lo determinante es que los conspiradores no volvieron sobre sus pasos. Washington estimuló las circunstancias y no hizo nada para evitar su desenlace.

 

 De la caída de Trujillo a la invasión estadounidense (1961-1965)

 

Con la muerte de Trujillo no se extirpó de las relaciones domínico-norteamericanas el rasgo típico del imperialismo informal militarizado: la potencialidad del empleo de la fuerza. Esto quedó claro en la breve etapa del tándem Balaguer-Ramfis Trujillo. Para garantizar el éxito de su plan, Kennedy envió a la República Dominicana un mensaje disuasorio: tres portaaviones, 280 aviones de combate, 5.000 marines y un submarino se desplegaron más allá de las 12 millas de Santo Domingo. Este esquema tenía su complemento en el territorio a través de la acción de los agentes de la CIA, quienes debían viabilizar el encarcelamiento y deportación de comunistas. Una exigencia adicional fue la expulsión de los miembros de la familia Trujillo, en particular de dos hermanos del dictador: Héctor “El Negro” Trujillo y Luis Arismendi “Petán” Trujillo. 

En noviembre de 1961 los hermanos Trujillo retornaron a Santo Domingo. Ramfis Trujillo había renunciado como jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas y se había exiliado en París. Antes de su salida, se comunicó con sus tíos –exiliados en Jamaica– para solicitarles que regresaran a la República Dominicana. Éstos siguieron el consejo de Ramfis e intentaron dar un golpe de Estado con el apoyo de algunos oficiales “leales” que todavía conservaban en el Ejército. La respuesta no se hizo esperar: Kennedy puso en alerta a la Segunda Flota y una movilización de dimensiones se desplegó sobre la isla, lo que hizo que finalmente los Trujillo depusieran su actitud.  

En la etapa del segundo Consejo de Estado, con Bonnelly como presidente, la proyección norteamericana se hizo sentir fuerte. El Grupo de Asistencia y Asesoría Militar (MAAG) contaba con medio centenar de hombres al mando del teniente coronel D. Wolfe. La influencia de la diplomacia castrense se operativizó a través de cuantiosos fondos y de su injerencia en el diseño del aparato represivo del Estado. A insistencia del MAAG, el Consejo elevó de 3.000 a 10.000 los efectivos de la Policía Nacional, mientras que los numerarios del Ejército se incrementaron en casi 3.000 hombres. 

Durante el breve gobierno de Juan Bosch (febrero a septiembre de 1963), la incidencia estadounidense continuó firme, aun cuando el mandatario se negó a exiliar comunistas. La “contingencia” de un presidente de convicciones democráticas no alteró lo estructural: la vigencia del imperialismo informal militarizado. Si bien es cierto que los fondos de asistencia no fluyeron en igual proporción que durante el Consejo de Estado, la cooperación se mantuvo con eje en la creación de una agencia "anti-subversión”. Otro rasgo de la etapa de Bosch fue la búsqueda de autonomía militar por parte de los uniformados dominicanos y el apoyo de los agregados norteamericanos a esa conducta. Ello tendría efectos decisivos en dos momentos clave de su presidencia: durante un grave conflicto diplomático con Haití y en el golpe de Estado que lo destituyó en septiembre de 1963.

Respecto de la incidencia estadounidense durante los gobiernos del Triunvirato (1963-1965), ésta se mantuvo sólida y no requirió del despliegue directo de tropas. Un elemento que contribuyó a estrechar la alianza fue el aplastamiento de las fuerzas irregulares del Movimiento 14 de junio (1J4), que se habían alzado en noviembre de 1963. El Triunvirato –especialmente en la etapa de Reid Cabral– recibió creciente asistencia del Pentágono. La ayuda no se limitó al financiamiento en las compras de armas, sino que se extendió a los nombramientos de los altos mandos castrenses. En este sentido, cabe recordar la designación de Juan de los Santos Céspedes como jefe de la Fuerza Aérea Dominicana, oficial que desempeñó un papel crucial durante la invasión de 1965. 

En cuanto a la proyección de poder durante la guerra civil de 1965, conviene detenerse en ciertas particularidades del proceso. Washington se puso en acción el 24 de abril tras el arresto del jefe del Ejército dominicano por parte del sector “constitucionalista”. El presidente Johnson impartió instrucciones para que el portaaviones USS Boxer y unidades de la Marina de Guerra se dirigieran hacia la República Dominicana. El 25 de abril, en medio de un estancamiento en las negociaciones entre “constitucionalistas” y “leales”, tuvo lugar el bombardeo del Palacio Presidencial ordenado por el jefe de la Fuerza Aérea Dominicana, a requerimiento de los Estados Unidos. Al día siguiente, con el supuesto objetivo humanitario de evacuar ciudadanos norteamericanos, se concretó la llegada del USS Boxer y del resto de las embarcaciones de guerra. Cumplida la evacuación, las fuerzas norteamericanas no abandonaron el territorio y permanecieron allí actuando en favor de los “leales” a lo largo de la guerra civil. 

Un primer indicio de que las tropas norteamericanas habían llegado para quedarse reside en el hecho de que, al tiempo que se implementaba la evacuación “humanitaria”, se ponía en estado de alerta a la 82ª División Aerotransportada. Desde el mediodía del 27 de abril, con apoyo de la embajada norteamericana, las fuerzas “leales” llevaron adelante una operación por aire, mar y tierra con el fin de tomar Santo Domingo. El saldo fue de más de 2.000 muertos, pero el objetivo no fue alcanzado. En el marco de aquella operación tuvo lugar la “batalla del Puente Duarte”, en la que las fuerzas “constitucionalistas” dieron muestras de una enorme capacidad de reacción al bloquear el acceso de los “leales” a la ciudad. Esto conllevó la decisión estadounidense de intervenir de modo drástico en la contienda. La proyección no se limitó al despliegue de soldados, sino que incluyó un crecimiento notable del aparato de inteligencia en el terreno. Esto incluía no sólo personal de la CIA y de la inteligencia militar, sino también del FBI de J. Edgar Hoover. 

El 30 de abril se sumaron a la base de San Isidro 2.500 soldados de la 82ª División Aerotransportada, cuyos paracaidistas tuvieron de inmediato su primera misión: reemplazar a las tropas “leales” en el Puente Duarte. Allí atacaron a los “constitucionalistas”, recapturaron el puente y aseguraron las zonas aledañas. Tras la recaptura, los marines ingresaron desde Haina a la ciudad y fijaron la “Zona de Seguridad Internacional” (ZSI). Este despliegue implicaba el comando y control de unos 15 kilómetros en el sector occidental de la ciudad, un territorio hasta entonces en manos rebeldes. El 2 de mayo, en un ataque sorpresa a la zona rebelde, las tropas de la 82ª División Aerotransportada avanzaron desde sus posiciones en el acceso occidental del puente Duarte hasta la ZSI que controlaban los marines. Establecieron así un “corredor” que dejó a Santo Domingo dividida, fijando una línea de comunicación entre la ZSI y el Aeropuerto Internacional. El hecho, que representaba una violación del cese al fuego convenido tres días antes, generó una desventaja estratégica decisiva para los “constitucionalistas”. 

El despliegue estadounidense se mantuvo a pesar de la creación el 6 de mayo de la Fuerza Interamericana de Paz (FIAP) en el marco de la OEA. El papel de esta fuerza era la “fachada” que necesitaban los Estados Unidos para correr el foco, al menos parcialmente, de la imagen de su intervención imperial. La fuerza actuó en los hechos bajo la conducción operativa del general Bruce Palmer (jefe de las fuerzas de ocupación estadounidenses). Los combates entre fuerzas norteamericanas y “leales”, de un lado, y “constitucionalistas”, del otro, se extendieron hasta fines de agosto. La proyección de poder durante este periodo experimentó picos máximos. Uno de esos momentos tuvo lugar el 15 de junio, cuando las tropas norteamericanas lanzaron una ofensiva masiva de 36 horas que llevó a las fuerzas rebeldes a perder una cuarta parte del territorio que controlaban. 

En el clima de extrema violencia con que se llegó a las elecciones de 1966, los militares estadounidenses –a través de las tropas de la FIAP y de los uniformados propios que aún permanecían en el terreno– contribuyeron a sellar el resultado esperado por Washington. El despliegue castrense y de inteligencia permitió ejercer un férreo control sobre la dinámica doméstica. El papel del servicio de espionaje luego de la guerra civil fue tan relevante para la dominación norteamericana como lo había sido la invasión de los marines durante el desarrollo del conflicto. Un elemento determinante en esta etapa fueron las Fuerzas Especiales del Ejército, conocidas como “boinas verdes”, que desempeñaron un activo rol en materia de guerra psicológica. 

En definitiva, la intervención masiva –conocida como Power Pack– fue decidida en el momento en que Johnson se convenció de que las fuerzas “leales” no estaban en condiciones de vencer a los “constitucionalistas”. La excusa de la razón humanitaria ha quedado desacreditada: ningún ciudadano norteamericano había muerto antes de la intervención, mientras que luego del desembarco de los marines la cifra ascendió a 40 caídos. Pese a ello, Washington siempre evaluó como un éxito militar su involucramiento en la República Dominicana en 1965. 

 

La etapa post-invasión (1966-1991)

 

El retiro de los últimos soldados norteamericanos en 1966 no significó, como advierte Lowenthal, el fin del intervencionismo. El gobierno de Balaguer, que se extendió hasta 1978, tuvo una impronta fuertemente represiva apoyada en el financiamiento del Pentágono. Bajo los lineamientos del sistema militar interamericano, la década de 1960 vio crecer exponencialmente los fondos para las Fuerzas Armadas latinoamericanas. La cuenca del Caribe, y la posición de la República Dominicana en ella, detentaban una importancia geopolítica clave. En ese marco, los Estados Unidos se propusieron reconstruir las fuerzas dominicanas como un instrumento “bajo su mando”.

En materia de asistencia militar, los “doce años” de Balaguer (1966-1978) arrojan una extraordinaria injerencia. Al terminar su primer mandato en 1970, la ayuda recibida continuaba siendo la mayor de América Central y el Caribe. Con 1.846.000 dólares, la República Dominicana se ubicaba al tope de la asistencia estadounidense, seguida por Guatemala (1.174.000 dólares), Nicaragua (915.000 dólares) y Panamá (822.000 dólares). Eso significaba un 56 por ciento más de ayuda militar que la recibida por su inmediato seguidor. En 1975, la República Dominicana se había convertido en la mayor receptora de ayuda militar norteamericana de toda la cuenca, por lo que su predominio ya excedía los límites de América Central y el Caribe insular. Con una asistencia que ascendía a 1.305.000 dólares, doblaba en términos nominales a Colombia y era seguida por Honduras (1.168.000 dólares), Nicaragua (1.083.000 dólares) y El Salvador (1.054.000 dólares). 

La proyección de poder norteamericano durante el periodo de Balaguer no consistió en el desembarco directo de tropas. Lozano señala que la política del caudillo se asentaba en dos ejes: i) el control de los movimientos populares, lo que conllevó el aumento del número de efectivos policiales hasta los 10.000 hombres y el inicio de programas de seguridad, inteligencia y contrainsurgencia bajo el auspicio de la USAID; y ii) el reinicio del programa MAAG. Adicionalmente, Washington comenzó a priorizar los programas que agregaban un componente de “acción cívica” a la contrainsurgencia. Esto implicaba, según Child, complementar el enfoque Este/Oeste con una dimensión Norte/Sur. La República Dominicana fue una de las naciones del Caribe en las que más ampliamente se desplegaron las “acciones cívicas” impulsadas por el Pentágono.

La impronta estratégico-militar norteamericana también se reflejó en la política exterior de Balaguer. Su gobierno se caracterizó por un alineamiento irrestricto a Washington, lo que dio lugar a una subordinación geopolítica sin dobleces. Esta aquiescencia le permitió al actor imperial, a medida que los objetivos post-intervención se fueron concretando, correr el foco de Santo Domingo para ponerlo sobre otras coyunturas críticas. Los sucesivos gobiernos del PRD –el de Guzmán (1978-1982) y el de Blanco (1982-1986)– no alteraron los aspectos estructurales del imperialismo informal estadounidense. Con las prioridades de Washington en otros procesos convulsionados de la región –Nicaragua, El Salvador, Grenada y Surinam–, la dominación geopolítica sobre Santo Domingo se mantuvo de modo inercial y siguió los parámetros de las transformaciones doctrinarias operadas por el Pentágono en la década de 1980. 

En 1986, Joaquín Balaguer inició una nueva etapa presidencial que se extendió por una década, por lo que el fin de la Guerra Fría encontraba al viejo líder una vez más en el poder. Durante este periodo, el alineamiento incondicional con los Estados Unidos se mantuvo inalterado. La proyección de poder continuó, aunque experimentó algunos cambios como consecuencia de una apreciación estratégica actualizada por parte del Pentágono. La asistencia militar se diversificó, adicionando nuevas misiones antinarcóticos a los tradicionales empeños de naturaleza geopolítica y contrainsurgente. En efecto, la cuestión de los operativos antidrogas adquirió preeminencia en el espectro de misiones de la doctrina GBI (“Guerra de Baja Intensidad”) durante el mandato presidencial de Ronald Reagan (1981-1989). 

El 20 de mayo de 1988 fue aprobada por el Congreso dominicano la Ley 50-88 que penaliza el tráfico, cultivo y fabricación de estupefacientes. La dimensión estratégica de la denominada “guerra contra las drogas” ha sido destacada por la embajada estadounidense en Santo Domingo: “Debido a su localización estratégica entre Suramérica y los Estados Unidos, la República Dominicana ha dado poder a la policía y a las fuerzas militares para extender vigorosos esfuerzos para combatir la amenaza de drogas narcóticas”. Asimismo, la diplomacia norteamericana reconoció su influjo en la elaboración de la norma, al precisar que “la ley fue diseñada específicamente para prevenir que la República Dominicana se convierta en un mayor punto de tránsito en el negocio criminal de las drogas”. 

 

Conclusiones

 

Dado que se trata de un trabajo dedicado al estudio de un caso de imperialismo informal del siglo XX, y puesto que existe una relativa carencia de literatura teórica sobre el fenómeno, se procuró inicialmente realizar un ejercicio de clarificación conceptual. El objetivo fue dejar en claro a qué se hace referencia cuando se habla de imperio informal, y por qué es posible afirmar que se trata de un subtipo específico de orden hegemónico.

Ello exigió adentrarse en la cuestión del “orden internacional”. Se buscó divisar el lugar que ocupan los imperios informales dentro del continuum de tipos ideales de orden internacional. Esta tarea condujo a la necesidad de profundizar en el concepto de “jerarquía”, categoría infravalorada en la teoría de las relaciones internacionales. Esta área disciplinar, atravesada por la influencia dominante de la escuela neorrealista, ha priorizado la noción de “anarquía” como eje ordenador del sistema internacional. 

El trabajo se enfocó en el estudio del caso domínico-norteamericano. Dado que la dominación económica constituye una variable permanente en los imperialismos informales, se buscó trabajar sobre la dimensión geopolítica, lo que arrojó que la militarización de la relación centro-periferia ha sido recurrente. El vínculo entre los Estados Unidos y la República Dominicana se configuró como un “imperialismo informal militarizado”, diferenciable del clásico “imperialismo informal de libre comercio”. 

En términos específicos, se buscó contrastar el planteo teórico a partir de la evaluación de un indicador clave: la proyección de tropas como consecuencia de la proximidad geográfica. Para preservar sus intereses geopolíticos en la República Dominicana, Washington desplegó a lo largo del siglo XX una serie de estrategias que fueron desde la intervención puramente militar hasta enfoques integrales de la contrainsurgencia. Esta tendencia intervencionista ha estado caracterizada, además, por su exacerbación en coyunturas críticas. 

Los Estados Unidos desplegaron masivamente a los marines en tres ocasiones. La primera, en 1905, tuvo lugar en el marco de la política expansionista venían desarrollando desde 1898, cuando el presidente T. Roosevelt pronunció su corolario a la doctrina Monroe. Una década después se desarrolló la ocupación militar (1916-1924), en tiempos en que Santo Domingo adquirió un lugar geoestratégico clave durante la primera Guerra Mundial. Finalmente, en abril de 1965, L. Johnson autorizó el desembarco de 40.000 soldados, en el contexto de una invasión que respondía a infundados temores acerca de la instalación de un régimen comunista en la República Dominicana.

Previamente, durante los años de Trujillo (1930-1961), la incidencia militar norteamericana se había hecho palpable en dos sentidos diferentes, ambos reveladores del imperialismo informal. Durante la mayor parte del periodo, Trujillo fue un aliado incondicional, tanto en la etapa de la segunda Guerra Mundial como en los primeros años de la Guerra Fría. Su oposición a las potencias del Eje primero, y a la Unión Soviética y al comunismo después, hizo del dictador un socio irrestricto de Washington. Ello se tradujo en el alineamiento en un sinfín de decisiones estratégicas, que fueron desde el diseño del aparato de inteligencia y de los instrumentos militar y policial dominicanos, hasta el arrendamiento de guarniciones castrenses, pasando por el aplastamiento de expediciones revolucionarias. En la última parte de la década de 1950, sin embargo, la incidencia de Washington cambió su orientación. El actor imperial debió intervenir frente a un dictador que, acorralado por las circunstancias, amenazaba con desandar el camino de aquiescencia construido durante tres décadas. La inteligencia norteamericana jugó un papel decisivo en el plan que culminó con el asesinato de Trujillo en 1961.

Con el fin de la guerra civil en 1965, tras la invasión norteamericana y la instalación de Balaguer en el poder en 1966, la injerencia de Washington en términos militares no declinó, sino que se expresó a través de canales alternativos. Desde fines de la década de 1970, los Estados Unidos impulsaron transformaciones estratégicas que complejizaron el espectro de amenazas con la incorporación de las “Guerras de Baja Intensidad” (GBI). La participación directa de los militares dominicanos en la “guerra contra las drogas” fue la más novedosa expresión de esta tendencia. Mientras la “turbulencia periférica” por razones ideológicas parecía menguar, una agenda de remozadas amenazas empezaba a cobrar forma. El músculo militar del Pentágono mantenía la vigencia de siempre.


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Cuadernos de Marte, Revista latinoamericana de Sociología de la Guerra es una publicación oficial del Insituto de Investigaciones Gino Germani, dependiente de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, Argentina.

ISSN 1852-9879

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