La ideología en torno a la extracción del litio

Dossier

QUID 16. Revista del Área de Estudios Urbanos.
Núm. 22 (2024)
DOI: 10.62174/quid16.i22_a302

La ideología en torno a la extracción del litio

Movilidad, expulsión y fin

Bruno Fornillo a;b ORCID
bfornillo@gmail.com

Melisa Argento a;b ORCID
melisargento@gmail.com

Ezequiel Gatto a;c ORCID
ezequiel.gatto@gmail.com

a Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), Argentina. ROR
b Universidad de Buenos Aires, Facultad de Ciencias Sociales, Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (IEALC), Argentina. ROR
c Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas, Universidad Nacional de San Martín, Argentina. ROR

Resumen

Las investigaciones sobre el litio en la Argentina han brindado información sobre casi todos sus aspectos. Sin embargo, hasta ahora, no se ha abordado el carácter cultural del litio ni su esfera ideológica. Analizamos, entonces, los elementos vinculados al amplio mundo del litio, desde el sentido que expresa la imagen del salar y sus nombres pomposos (“oro blanco”, “petróleo del siglo XXI”, “mineral del futuro”, “triángulo del lito”, “Arabia Saudita del lito”); así como la concepción social del auto eléctrico, las fantasías de la élite que domina su comercialización y los elementos que rodean al salar y que no han sido tenidos en cuenta. La hipótesis central que subyace en este escrito es que la imagen-litio representanta de manera privilegiada la cosmovisión de una élite que sostiene el discurso del “capitalismo verde”, de carácter falsamente sustentable, y legitima un mundo excluyente, para pocos, que se ilusiona con fugarse al planeta Marte cuando nuestra misma Tierra deje de ser habitable.

Palabras claves: Litio; Ideología; Élite; Capitalismo verde.

Abstract

Research on lithium in Argentina has provided information on almost all its aspects. However, the cultural character of lithium and its ideological sphere has not been studied. We analyze the elements related to the wide world of lithium, from the meaning expressed by the image of the salt flat and its pompous names (“white gold”, “oil of the 21st century”, “mineral of the future”, “Lithium Triangle” , “Saudi Arabia of Lithium”); the social conception of the electric car, the fantasies of the elite that dominates its commercialization, and the elements around the salt flat and that have not been investigated. The central hypothesis underlying this work is that the image of lithium represents, in a privileged way, the ideology of an elite that supports the discourse of “green capitalism”, which is falsely sustainable, legitimizing an exclusive world, for few, and imagining an escape to Mars when our own Earth is no longer habitable.

Keywords: Lithium; Ideology; Elite; Green capitalism.

Recibido: 2024/3/22; Aceptado: 2024/9/17; Publicacdo en línea: 2024/12/1.

Breve introducción

En el campo de las ciencias sociales y humanas, las dinámicas extractivas que afectan a nuestras sociedades han sido ampliamente abordadas, pero fundamentalmente desde enfoques que privilegian un acercamiento desde la dimensión económica, política o social. Aquí analizamos otra faceta. Postulamos que las cosmovisiones vinculadas a la extracción y utilización del litio, aunque pudieran parecer secundarias, son centrales. Argumentamos que en torno a ellas se erige una ideología sostenida por una élite global que aspira a imponerse al conjunto de la sociedad, estructurada en la articulación entre apelar a la “sustentabilidad”, apostar por la tecnología y practicar la exclusión. El trabajo se organiza a partir de núcleos de sentido que entendemos altamente expresivos, y que conciernen a lo que rodea, pero no es precisamente la extracción del litio, atendiendo a que esos múltiples contornos tienen mucho para decirnos sobre la cuestión litífera e ideológica general.

Teóricamente, al abordar las representaciones, imágenes y significaciones asociadas al litio, nos apoyamos en las formulaciones que consideran que “las imágenes técnicas en general, y la fotografía en particular, no ofrecen representaciones visuales, sino que, en tanto virtualidades concretizadas y hechas visibles, dan lugar a un modo no humano de ver que informa el mundo” (Piumetto y Frankel, s. f.). Sumada a esta función “productiva” de la imagen, “las prácticas relacionadas con la narrativa visual no son neutrales sino que están cargadas de ideas acerca de lo que es natural, maduro, moralmente correcto o estéticamente agradable. La elección de una u otra posibilidad encierra un sistema de pensamiento, de estilo de vida, de ideología” (Yanes, 2007, p. 237; Zylinska, 2023). Concretamente, nos inscribimos dentro de las formulaciones clásicas que conciben el mundo de las ideas en tanto materia articulada al todo sociohistórico, esto es, una definición de ideología concebida como una representación de la relación imaginaria de los individuos con sus condiciones reales de existencia (Althusser, 1989).

Metodológicamente, el trabajo se sostiene en la observación participante en los lugares de extracción del litio de Latinoamérica y junto a sus comunidades. También se apoya en la experiencia acumulada y el aprendizaje colectivo dentro de un grupo de investigación que, desde hace casi una década y media, se dedica al análisis de la situación litífera.

La salud universal

La historia del litio se remonta, al igual que la nuestra, a 13.800 millones de años atrás, cuando aún no existía el tiempo y toda la materia del cosmos estaba confinada en un punto del tamaño de la cabeza de un alfiler. Cien segundos después de la gran explosión que dio vida al universo —conocida como Big Bang—, se habrían formado parte de los núcleos de litio (7Li) actualmente presentes en el cosmos, en el planeta, en los salares y en nuestra sangre. En este entonces, la temperatura superaba los mil millones de grados centígrados. El universo distaba mucho de la imagen que tenemos hoy de él: era un plasma, una sopa de partículas cargadas, con apenas 150 segundos de vida. En ese lapso, muy anterior a la aparición de estrellas y galaxias, también habrían surgido los núcleos de helio y deuterio (3He y D), aunque ningún núcleo más masivo logró sobrevivir. Este proceso se denomina nucleosíntesis primordial y explica un 25 % del litio presente en el cosmos, dado que fue gestado en una gran variedad de formas.

Tras el estallido originario, el universo fue, durante un millón de años, un campo de tranquilidad compuesto por electrones, protones, partículas α y vestigios de núcleos de 3He, D y 7Li. Las temperaturas eran demasiado bajas para perturbar los núcleos ya formados, pero demasiado altas para que los electrones se unieran a los átomos. Así, el universo aún no conocía átomos, estrellas ni luz, ya que esta era absorbida continuamente por los electrones que vagaban libres en el cosmos. Solo cuando la temperatura descendió por debajo de los cuatro mil grados centígrados se formaron los primeros átomos. La fuerza electromagnética pudo unir electrones y protones, y todos los átomos de hidrógeno (1H) —el elemento más simple de la tabla periódica y el más abundante del cosmos— surgieron en ese preciso instante: nacieron hermanados con la luz. Los electrones, ahora atrapados en un átomo, ya no podían absorber la radiación que, liberada, comenzó su recorrido iluminando el universo a la velocidad de la luz.

Las galaxias y sus estrellas surgieron varios millones de años después, a través de un proceso que aún no se comprende del todo. Se postula, técnicamente, que pequeñas inhomogeneidades en la densidad del gas primitivo, amplificadas por ondas gravitatorias, provocaron la concentración de materia en diferentes localizaciones. Nuestro sistema solar se formó de este modo, a partir de una nebulosa constituida por material estelar —gas y polvo— que se contrajo por su propio campo gravitatorio, lo que provocó un aumento en la velocidad de rotación con el paso del tiempo, formando un disco alrededor del centro de masa: el Sol. Las partículas sólidas se condensaron a medida que la nebulosa se fue enfriando, dando lugar a la formación de planetésimos, los “ladrillos” que constituyeron los planetas, que fueron agrupándose en cuerpos cada vez más grandes con el tiempo. Los planetas más pequeños y más densos se ubicaron en las zonas más calientes y de mayor fuerza gravitatoria, es decir, más cercanos al Sol, mientras que los planetas más grandes y compuestos principalmente de gases se ubicaron más lejos, donde la temperatura es más baja y la atracción gravitatoria más débil. Somos polvo de estrellas: toda la materia del espacio proviene de estos gigantes hornos, desprendida lentamente de la superficie estelar en forma de nubes gaseosas, o esparcida en eventos explosivos como novas o supernovas.

La Tierra, el tercer planeta desde el Sol, a una distancia de 150 millones de kilómetros, cuenta con 4.600 millones de años de vida. Es el único planeta en el sistema solar que ha desarrollado una biósfera, y su existencia es resultado de una concatenación de singularidades. El rápido movimiento giratorio y el núcleo de hierro y níquel de la Tierra forman un extenso campo magnético que nos protege de casi todas las radiaciones nocivas provenientes del Sol y de otras estrellas. Además, el tamaño de la Tierra y su distancia al Sol son adecuados para permitir la existencia de agua en sus tres estados, lo que sustenta el ciclo madre de las energías superficiales: el ciclo del agua, que distribuye la energía solar desde el ecuador hacia los polos. Asimismo, el núcleo “líquido” de la tierra mantiene la tectónica de placas, garantiza los ciclos endógenos y exógenos de nuestro planeta, y controla los ciclos geoquímicos de gran parte de los elementos de la tabla periódica.

Desde aquel lejano origen estelar, ¿cuál fue el viaje del litio hasta nuestros salares? Nuestro planeta es un collage de placas y porciones de corteza flotando sobre un manto de comportamiento dúctil. Un ejemplo clásico de la tectónica de placas es la emergencia de la cordillera de los Andes: una cadena de montañas que surgió como producto del hundimiento de la placa de Nazca bajo la placa sudamericana. Es una estructura que se originó en diferentes momentos desde hace unos 100 millones de años atrás —ayer, si consideramos la edad de la Tierra—. La cordillera posee una gran cantidad de cuencas cerradas en las que el agua “no se va” (cuencas endorreicas), como los salares del Altiplano-Puna, donde la poca disponibilidad de agua confluye hacia la zona central, al ser topográficamente más baja. Así, la zona deprimida se llena con aguas termales provenientes de los volcanes, que contienen una alta concentración de sales de sodio, potasio, magnesio, calcio y, por supuesto, litio. Estas sales no se contaminan con otros sedimentos debido, principalmente, a la escasez de sistemas fluviales que aporten otro tipo de material. A raíz de la evaporación de las aguas, se establece una acumulación de los sedimentos químicos (evaporitas), dejando un residuo salino. El resultado son esas planicies espejadas llamadas salares, en cuyo interior húmedo se mantiene líquida la salmuera que contiene litio y múltiples elementos químicos (Gamba, 2019).

Donde quiera que vayas, Eveready estará

Para el espíritu del capitalismo actual, la magia del litio es simple pero esencial: posibilita construir unas baterías que almacenan electricidad cuya particularidad es que son livianas y potentes a la vez; mucha energía, poca masa, poco volumen. Nada más, y nada menos. Así como internet facilita la circulación infinita de palabras, el litio soporta la fluidez que le da movilidad a las cosas. Si internet almacena datos, las baterías almacenan energía. Gracias a su potencia y ligereza, las baterías son el elemento central que permitió trocar unos teléfonos celulares incómodos como un ladrillo por unos encantadores dispositivos de bolsillo; facilitan que los múltiples quehaceres que contienen una tablet o una laptop abandonen el ancla de una mesa; permiten que veas una película mientras viajas en avión; que bailes sin cables de por medio; que te muevas ágilmente en una bicicleta eléctrica; o que un dron te muestre el mundo. Así, no solo revive artefactos antiguos, sino que crea otros nuevos. Además, debido a que las baterías optimizan esa ecuación potencia/masa-volumen, es posible fabricar motos, autos, camiones y muchos otros vehículos que no emiten gases de efecto invernadero; incluso se fantasea con que, ante el agotamiento del combustible fósil y el ocaso de la civilización contemporánea, las baterías guardarán la escasa pero fundamental energía eléctrica generada por fuentes renovables, como paneles solares o molinos eólicos (aclaremos que, a diferencia de los hidrocarburos —petróleo, gas o carbón, fáciles de almacenar—, la electricidad debe consumirse o se disipa, por lo que habrá que almacenarla en gran escala, por ejemplo en baterías de litio masivas).

Los acumuladores de litio representan y le dan contenido a la ilusión contemporánea de que el capitalismo puede ser infinito. Sostienen el afán por mantener la aceleración, la levedad y el goce del consumo y la movilidad, atendiendo a la evidencia de que el combustible fósil se acabará más temprano que tarde, y que constituye la principal causa de la emisiones que provocan el calentamiento global. Si la fluidez fuera un nombre de nuestra contemporaneidad, las baterías de litio serían su garantía concreta, de ahí su encanto y centralidad ontológica. En otras palabras, las baterías de litio nos inducen a imaginar que hay una salida al larvado fin del mundo fósil sin renunciar al sistema hiperconsumista que ha originado nuestra múltiple crisis global. Por ello, el litio es mucho más que un simple mineral: es también un artefacto ideológico, un modo de concebir el mundo.

Plateado sobre plateado

Los salares altoandinos de la región atacameña en Bolivia, Chile y Argentina sobresalen por sus yacimientos de litio: concentran el 68 % del total de los recursos globales y hoy explican el 38 % de la oferta mundial. El litio se extrae de roca mediante las nocivas técnicas de minería a cielo abierto; Australia es el primer exportador mundial de esta forma. Sin embargo, cuando se habla de litio, siempre reluce la imagen prístina del salar. Como una decisión ineludible, cada editor elige la misma foto: el salar blanco, el cielo celeste, las piletas de tonos turquesas. Un rasgo de la ideología del litio procede del principal lugar de donde se extrae: no es el oro veteado, el hierro barroso, el cobalto extraído con trabajo infantil, ni la suciedad del carbón, que representan una minería oscura, pedregosa, química y explosiva. En cambio, el litio surge milagrosamente de ese espejo lleno de sal.

Los salares parecen venidos de otro planeta: un lugar lejano, un paisaje “sin habitantes”, puro y esterilizado. Son el blanco inmenso y veteado como arena, con una textura suave, donde el horizonte se funde con el cielo despejado, la superficie refleja las nubes blancas y ellas se replican en el salar, produciendo un efecto de naturaleza sin fin y circular, donde la tierra y lo divino se funden: el cuadro puro de la naturaleza. Dentro del salar, diversas piletas colmadas de salmuera se disponen en un proceso en el que, mediante la evaporación del agua, se generan distintos grados de concentración de los minerales, y el litio gana en pureza. La imagen de estas piletas de evaporación ofrece la maravilla de sus tonos turquesa —un color singular que mezcla el verde natural con el azul celestial y marino—, junto a los amarillos ocres, verdes agua y celestes claros; en resumen, una atrayente paleta de colores, dispuesta para el “arte tecnológico” que lleva al litio precipitado. Estas imágenes remiten y culminan en otra: la del producto final, ese litio que es como un polvillo blanco similar a la cocaína, pero, en este caso, supuestamente inofensivo. El mundo fósil es negro, el litio es blanco, y no debe haber colores más politizados y racializados que esos dos (ver Figura 1).

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Figura 1. Portada de las principales publicaciones recientes sobre minerales críticos de la Agencia Internacional de Energía
Fuente: Agencia Internacional de Energía (AIE)

En suma, todo en el salar sugiere tranquilidad, belleza, pureza, inocencia y suavidad, una fusión armónica entre tecnología y naturaleza proyectada al centro de la economía contemporánea. Aunque parezca menor, este punto no lo es: casi de manera natural, nuestra mente asocia la palabra “litio” a la imagen del salar (así como “diablo” y “rojo” son una y misma cosa). Una suerte de ingeniería futurista que ha logrado extraer un elixir de la tierra para transformarlo en potentes baterías que garantizan un estilo de vida. Esta imagen está incluso barnizada con el encanto de lo nuevo, ya que el litio nunca formó parte del conjunto de los minerales históricamente preciosos —no es oro ni plata—, ni de los “esenciales” —no es cobre, uranio o hierro—. En estas visiones, todo se mezcla para que la tecnología y el capital se apropien de la naturaleza, la belleza y el futuro.

Es un dato significativo que las empresas busquen alegar que la extracción de litio representa una intervención quirúrgica que no corrompe, daña ni modifica nada:

Definitivamente no nos vemos como una minera —afirma Paul Graves, CEO de Livent Corporation—, porque, realmente, no cavamos ningún pozo. Si nosotros nos fuéramos hoy del salar del Hombre Muerto en Catamarca, no habría prácticamente ningún cambio en el lugar. No estamos “sacando” nada de una montaña. Estamos en el negocio de la separación. Lo que hacemos es extraer solo el litio y devolvemos todo lo demás exactamente como estaba. Nada sale del lugar excepto el litio (Citado en Picco, 2022, p. 30).

Más aún, las empresas suelen afirmar que la principal fuente de energía que utilizan es la del sol, que facilita la evaporación del agua en las piletas. No importa ahora la falsedad del enunciado —en la provincia argentina de Catamarca, un río entero desapareció entra tanto—, sino la necesidad de dicha afirmación (Tiempo Judicial, 15 de marzo de 2024 [Link]). La extracción de litio no corrompería la naturaleza, es su segregado puro. Ahora bien, ¿qué sucede dentro de la empresa? Nadie lo sabe, no hay quien la pise sin antes firmar un contrato de confidencialidad (según nos relataron extrabajadores que, si bien no se animaron a dar detalles, mencionaron que no podían contarlos).

La imagen del salar convierte la transición energética en algo deseable y agradable, y la justifica. Lleva al litio al sitial sagrado de la geoingeniería, es decir, la fantasía de que con más tecnología será posible reparar lo que esa misma tecnología, bajo el control del capital, hizo hasta ahora. Así, contribuye al greenwashing generalizado, que más temprano que tarde será un imperativo de época, alimentando la “geopolítica de la supervivencia”, la cual ya promueve, y promoverá aún más más, múltiples atropellos a la naturaleza y a las mayorías sociales.

Un nombre como mil imágenes

En América Latina, el mundo litífero se anuncia con una grandilocuencia pronunciada: Bolivia posee la mayor reserva, Chile el mejor salar, Perú el más grande de Sudamérica en piedra, México el depósito de arcilla más grande del mundo, Argentina se imagina el mayor exportador de todos. Titulares que deben ser deconstruidos con paciencia, porque si bien esos rankings alegan la existencia de una “riqueza natural”, nada se dice sobre el hecho de que un recurso se encuentra en el suelo de un supuesto país.

Recientemente, la existencia de una mercancía clave para la dinámica económica global aspiró a ser el nombre de un paisaje entero. Fue durante el año 2011, cuando comenzó a esparcirse en nuestra región la idea de que habría un “triángulo del litio”, compuesto por los salares del Hombre Muerto en la Argentina, de Uyuni en Bolivia y de Atacama en Chile. Un nombre geométrico para esa geografía múltiple, que parece sugerir que allí solo hay litio, como si no existieran comunidades andinas, ni países, ni ecología alguna.

El “triángulo del litio” en su versión festejante habla de la “Arabia Saudita del litio”, nombre que fue creado por el Pentágono en el año 2007, durante la guerra que Estados Unidos libró contra Afganistán a comienzos de siglo. Tras la ocupación, geólogos estadounidenses exploraron el terreno y “descubrieron” —ciertamente con la ayuda de información recolectada por expertos en minería soviéticos durante la ocupación de 1980— la existencia de importantes reservas de litio en la provincia afgana de Gazni. En 2008, la revista norteamericana Forbes aplicó esta denominación al sistema de salares de la puna sudamericana, trasladando esa imagen forjada para Oriente Medio al centro de Sudamérica (Koerner, 2008). No es un dato aislado que la primera denominación de la abundancia litífera sea fruto de la ocupación militar, y remita de manera directa al colonialismo, la ocupación y la guerra contemporánea.

Otros nombres han nutrido la narrativa sobre el litio, generalmente asociados a una visión eldoradista de la naturaleza latinoamericana, que sobredimensiona el precio y valor del litio, y hace creer que la región estaría asentada sobre una mina de oro interminable que la salvaría con solo poseerla. Sin embargo, es preciso prestar atención, porque proyectar que la riqueza reside únicamente en el litio “en sí” refuerza el tradicional intercambio desigual de materias primas por productos terminados, como si cada quien tuviera su “riqueza”: litio por un lado, autos eléctricos por otro.

Al litio se lo llamó “oro blanco”, pero en realidad solo es un componente de una batería que almacena energía, no la genera. El verdadero valor económico de los acumuladores está en el dominio de la tecnología de punta y sus fronteras de innovación, en sus redes de comercialización y en los productos finales, como los autos eléctricos. Tampoco es el “petróleo del siglo XXI”, puesto que no representa un mercado de una profundidad comparable. Lo cierto es que el crudo es dúctil para múltiples usos y está en la base de la industria energética que motoriza la economía mundial, supone un mercado de unas dimensiones inigualables, afecta a las principales bases industriales del mundo, modifica la estructura de costos de la economía entera, es la savia de nuestra civilización energívora. El precio del litio desde el año 2010 rondó los USD 7.000 la tonelada, llegó a transarse en USD 90.000 en el 2022, pero a inicios del 2024 giraba en torno a los USD 13.500. Comparemos: allí cuando tuvo su máximo precio histórico en 2022, el mercado del litio global fue de USD 30.800.000.000, mientras que el del petróleo fue 89 veces mayor, con USD 2.738.960.000.000.

Ni siquiera podría decirse que es el “mineral del futuro”, porque el nuevo paradigma energético requiere de una diversidad de minerales, muchos de ellos finitos y algunos especialmente escasos; en todo caso, forma parte de la cantera general que demanda el porvenir energético. Y aunque extraerlo de los salares es la forma más sencilla y rentable, el litio es abundante y está distribuido generosamente (hay más en el mar que en tierra, aunque en menor concentración).

Dicho esto, es cierto que la tecnología energética de vanguardia requiere asegurar el aprovisionamiento de litio, esencial para la industria más grande que existe —la automotriz—. A su vez, la disputa por la colonización de los bienes comunes juega un papel medular en la geopolítica ecoimperial contemporánea. Razones suficientes para que, paulatinamente pero con fuerza, haya crecido una suerte de “fiebre del litio”.

Tan débil

El desierto y el petróleo sellaron su matrimonio divino e imaginario en el golfo Pérsico. La saga continúa. El “triángulo del litio” se emplaza en un desierto —el de Atacama—, y en México, otro desierto contiene el litio: Sonora. Al gran salar de Uyuni lo llaman “el desierto de sal”. Lejos de las ciudades capitales, la región de Atacama no llama la atención de Buenos Aires, La Paz o Santiago. Sonora tampoco capta el interés de la Ciudad de México. Son desiertos que ni siquiera fueron tradicionalmente considerados por las capitales de sus distritos subnacionales. En sus señas particulares predomina un sol indomable: Atacama es la segunda región del mundo con mayor radiación solar —la Antártida es la primera—, alcanzando los 2177 megavatios por metro cuadrado, similar a la radiación que recibe Venus, a 61 millones de kilómetros más cerca del Sol. Sonora, por su parte, ostenta el peculiar galardón de haber registrado la temperatura más alta en el planeta en el año 2023: 80° C, cifra que pulveriza a cualquier humano.

El desierto es un arma: esconde los restos de los desaparecidos durante la dictadura pinochetista, a quienes las mujeres de Calama buscan hace años para darles sepultura a sus seres queridos. Por su parte, Estados Unidos deja morir a quienes encaran el desafío migrante de atravesar el desierto de Arizona-Sonora para llegar a la tierra prometida. El desierto funciona allí como una herramienta del gobierno para controlar los flujos poblacionales en la frontera más transitada del mundo.

El término “desierto” deriva del latín desertus, que significa “abandonado, olvidado, solitario, desunido”, un lugar donde lo humano pierde su comunidad, un espacio sin lazos. En su acepción básica, el desierto se define por la negativa, carece de aquello esencial para la existencia humana: el agua. Sería, pues, inhabitable. No se puede permanecer indefinidamente, a lo sumo transitarlo, y no sin preparación. El desierto obliga al movimiento. Pero esto es solo lo obvio. En realidad, la idea de desierto no deja de despertar contenidos positivos, plenos de intrincada complejidad. Una leyenda árabe cuenta que un rey arrojó a otro a un laberinto de arquitectura complejísima, del que logró salir tras un esfuerzo gigante. En venganza, el segundo rey lo condenó a un laberinto supuestamente más sencillo: el desierto, donde murió. En las tradiciones judeocristiana e islámica, las amplias llanuras onduladas son el lugar del encuentro íntimo con lo divino; no es una reducción de lo posible, sino la posibilidad de encuentro con lo máximo posible.

El desierto, como límite de la civilización, es un lugar a vencer, un territorio que llama a ser conquistado por lo humano. Al no haber nada ni nadie allí, está a disposición de quienes se aventuren en él, sin culpa alguna por remover su amenazante monotonía. Los tesoros están en el desierto, ocultos en los lugares sin habitantes, en los espacios perdidos. En la nada se encuentra la riqueza verdadera: donde no hay agricultura ni agua, en ese terreno yermo, hay minería bajo la tierra. Una fábrica litífera en el desierto, aislada de todo y rodeada de tierras áridas, emula una expedición espacial, un enclave de otro planeta en el nuestro. Se agolpa lo inusualmente estelar, porque en Atacama está el observatorio astronómico más complejo del planeta, que contribuye a los descubrimientos sobre el “amanecer cósmico”, como lo llaman los astrónomos, que describimos al principio.

Sin embargo, la comunidad nómada del Sahara, los tuareg, difícilmente podrían concebir el desierto como un territorio sin lazos; más bien lo contrario: crecen y viven en él, lo han interiorizado, y les es indisociable de ellos mismos. La visión común del desierto no ve que en él hay biodiversidad, población, ecosistemas, saber, vida. En Sonora y otros desiertos, existen múltiples comunidades indígenas que sí conocen el camino del agua, y un día se toparon con algo llamado Chile y Bolivia, Estados Unidos y México, disputando por fronteras inexistentes.

Cada sociedad tiene su propio desierto, un espacio que convoca imaginarios y proyecciones, miedos y esperanzas semejantes. Para algunas, el desierto es el mar; para otras, el bosque o la selva. El subcontinente sudamericano ha sido históricamente —y sigue siendo— un collar de ciudades costeras dispuestas a conquistar el interior selvático, boscoso, desértico o marítimo; espacios prestos para recibir el “don civilizatorio”. Un mapa nocturno de Sudamérica muestra que solo brillan las costas, como ocurre en otros continentes del hemisferio sur. Es posible que la figura del desierto en Latinoamérica sea aún más importante que la idea eldoradista que alaba y ansía nuestras riquezas, o al menos, ambas visiones se complementan fluidamente. Postular que predomina una barbarie social arcaica que habita un desierto yermo es legitimar y bendecir la expoliación. Incluso parece que deberíamos agradecer por la instalación de un pedazo de tecnología —la famosa “inversión”— y la industriosa labor en un lugar donde nada se puede esperar.

En nuestro futuro, lo desértico —en tanto aquello que no ofrece las condiciones básicas para la vida— se agiganta cada vez más. Si observamos cómo retroceden todos los biomas, vemos cómo el desierto avanza. En las proyecciones de los ricos que fantasean con ir a Marte prefiguran un planeta totalmente desértico, mientras son despreocupados gestores del fin del paisaje que conocemos.

La ideología social del auto (eléctrico)

El icónico Ford T simboliza una época completa del capitalismo contemporáneo. Históricamente, representó el origen de la producción en masa orientada a un mercado interno también gigante, lo que aseguraba la acumulación del capital. Todo esto estaba sostenido por un Estado de Bienestar o Estado Plan que fomentaba el consumo y la inclusión a través del trabajo y sus derechos, en suma, la “edad de oro” del capitalismo. Ese mundo tambaleó hasta casi desaparecer con la crisis de 1973, y el neoliberalismo se presentó como la receta para ampliar las fronteras de la explotación y restituir los márgenes de ganancia. Hoy, quizás el “auto eléctrico” comience a ser la imagen privilegiada de un mundo signado por el capitalismo verde, la sociedad excluyente y la crisis múltiple.

André Gorz fue pionero en indicar que una cosmovisión social completa se desprendía del automóvil. En sus inicios, era un lujo exclusivo de una élite, que se desplazaba con arrogancia individual, prevaleciendo a costa de los demás. Pronto, la ciudad y la movilidad en su conjunto se diseñaron para “darle lugar” al auto, tornándola “hedionda, ruidosa, asfixiante, polvorienta” (Gorz, 2011, p. 67). La masificación del automóvil fue también la del petróleo, y la urbanidad terminó por atascarse a causa de la gran cantidad de coches circulando. La Agencia Internacional de Energía (2023) proporciona un dato revelador: entre 2010 y 2018, los automóviles SUV de alto consumo (esas camionetas urbanas que ganaron adeptos al imitar a los vehículos de asalto estadounidenses usados en la guerra de Irak) fueron la segunda mayor contribución global a las emisiones de dióxido de carbono, solo superadas por la energía industrial.

De hecho, tal como se afirma en el libro (Re)calientes, “un simple invento, el motor de combustión, fue el principal catalizador de lo que llamamos ‘cambio climático’” (Aizen et al., 2022, p. 8). No es casual que la representación privilegiada de las emisiones de gases de efecto invernadero sea el círculo de redondeles negros que emanan de un caño de escape (un elemento ausente en los autos eléctricos, lo que los representa como lo opuesto). Es ya famosa esa caracterización de Pasolini (2010, pp. 7-8), para quien el Estado de Bienestar hacía estragos en la Italia de posguerra, denunciaba a la sociedad de consumo como “el verdadero fascismo”: “Burgueses o proletarios, todos son hijos del consumismo, frágiles y desencantados, crueles e insensatos, se dirigen a la deriva, a la nada que los cerca y los cercará. Por siempre”. Se instalaba así, lentamente, lo que Brand y Wissen (2021) llamaron el “modo de vida imperial”, consumo de todas y todos. Ahora, el auto eléctrico viene a reinstalar la exclusividad original del automóvil.

La tradicional burguesía conservadora y vetusta se ha vuelto intrépida, aventurera, amante del riesgo y de los excesos, aunque siempre parasitaria. Trastoca e inhibe la narrativa de transformación socioecológica mientras asume disfrutar y proteger la naturaleza bajo una “ideología verde”. En efecto, la élite global se tornó tecnologizada y sustentable. El auto eléctrico es un objeto privilegiado para esta clase, porque expresa la certificación de sus privilegios, el borramiento de que degrada la trama de la vida y la ilusión de que el tiempo y el espacio no son un límite para ellos. En un estudio sobre por qué un consumidor opta por el auto eléctrico, se advertía que así “rechazaban la inercia hegemónica”, que adoptaban “una visión de futuro” y las respuestas centrales eran: “Los vehículos eléctricos me diferencian de los demás”, “Se adapta a mi estilo de vida”, “Me hace parecer respetuoso con el medio ambiente”, “Demuestra que soy tecnológicamente avanzado” o “Demuestra que soy una persona socialmente responsable” (Viola, 2021).

Los autos de la compañía estadounidense Tesla, y su dueño principal Elon Musk, representan bien la continuidad y la torsión de esta burguesía digital y de este mundo. Sus diseños ofrecen todas las prestaciones de un auto convencional: son veloces, deportivos, tienen la suficiente fuerza como para cargar una pequeña casa rodante y partir a disfrutar de los parques nacionales estadounidenses. Al mismo tiempo, delatan líneas suaves, minimalistas, cargados de pantallas táctiles, y ofrecen un “dispositivo madre”: tienen energía para cargar todos los dispositivos electrónicos. El auto eléctrico no produce ruidos molestos, ni se presta al exhibicionismo de la aceleración petroadicta; en cambio, flota por las calles con un silbido eléctrico continuo y gélido. El lema que se presenta en la página corporativa de Tesla es “El futuro es sustentable”. Y, según ellos, el planeta entero va a existir gracias a su tecnología: “Estamos construyendo un mundo impulsado por energía solar, que funciona con baterías y se transporta en vehículos eléctricos”. Tesla también es precursora en la comercialización de paneles solares y baterías hogareñas, cerrando así el circuito “sustentable” del consumo, en una suerte de economía circular autosuficiente y de libertad total. Es el metabolismo cerrado y excluyente de la ecología de los ricos y su entorno jovial y despreocupado, un ambiente al que bien le cabría la descripción de la “sociedad positiva”:

Lo pulido, lo pulcro, liso e impecable es la seña de identidad de la época actual. ¿Por qué lo pulido resulta hoy hermoso? Más allá de su efecto estético, refleja un imperativo social general: encarna la actual sociedad positiva. El mundo del hedonismo, de positividad en la que no hay dolor. El imperativo táctil, lo agradable, la pulidez del espejo, el verse a sí mismo. La temporalidad de lo bello digital es el presente inmediato sin futuro, sin historia. Simplemente está adelante. Solo tolera diferencias consumibles y aprovechables. Sociedad del like, del sí, del entusiasmo capitalista sin vacíos. Lo pulido e impecable no daña. Tampoco ofrece ninguna resistencia. No hay ninguna negatividad, desgarro, profundidad o muerte. Desaparece la alteridad de lo distinto y extraño. (Chul Han, 2015, p. 11 y subsiguientes)

Así, parecería que mi ser existe si el otro o lo otro degradado —ya sea una persona o una cosa— desaparece, dejando de estar frente a mi vista. Tesla no solo fabrica autos curvilíneos y atractivos, también ha lanzado un diseño diferente: el Cybertruck, una camioneta futurista todo terreno, inspirada en el móvil policial de la película Blade Runner. Su diseño es novedoso, compuesto por placas lisas y amplias, hiperplanas, con líneas muy marcadas, como placas superpuestas y filosas, en punta. Totalmente despojada de todo ornamento y curvatura, es puro funcionalismo brutalista: nada más que un cuadrado y un triángulo mezclados, una Bauhaus del capital.

La carcasa exterior del Cybertruck es un “exoesqueleto casi impenetrable”, blindado y monocromado, con una “piel estructural de acero inoxidable laminado en frío Ultra-Duro 30X” (las mismas placas que se utilizan en los cohetes de la firma espacial SpaceX). Es completamente cerrado, nada se le impondrá enfrente y detendrá su paso; lo que aparezca será dejado atrás y expulsado gracias su diseño triangular —capaz de arrastrar media tonelada más que una Ford F-150—. Está preparado para actuar en “cualquier situación extrema”. Es una fortaleza rodante. Mientras que en el auto de calle de Tesla se trata del confort interior, en este se expresa el rechazo al exterior, protegiendo la seguridad interior, lo que refleja un perfil excluyente. Es el momento en que esta élite sale de su zona de confort para dominar a la alteridad; más que un enfrentamiento, es una expulsión indiferente y rápida de un residuo.

En este punto, es un dato a considerar que la huelga de los mecánicos de Tesla en Suecia —país emblema del capitalismo social— se haya convertido en la más larga de la nación escandinava en 80 años. Los sindicatos llevan más de 95 días —y en el momento de escribir esto, la huelga continúa— luchando por un convenio colectivo de trabajo, pero se topan con el rechazo constante de la empresa, totalmente a contramano del pacto “capital-trabajo” que fundó el modo de acumulación fordista. Tampoco es casualidad que Tesla haya padecido el atentado de una incipiente guerrilla climática —el “grupo volcán”—, que se atribuyó el incendio que paralizó la producción de su planta en Berlín, alegando que “Tesla se come la tierra, los recursos, las personas y la mano de obra y escupe a cambio todoterrenos, máquinas asesinas y camiones monstruo. Nuestro regalo para el 8 de marzo es cerrar Tesla” [Link].

El auto eléctrico, el Cybertruck, el hedonismo terrestre y el planeta Marte no son experiencias escindidas. Elon Musk asume sin resquemor que la Tierra ha fracasado, que nuestro planeta es el pasado. Lo único que continúa es la geoingeniería como desafío de vida. Musk va a concurrir al sepulcro de la Tierra y va a sobrevivir. No le importa presentarse cínicamente, porque se imagina a sí mismo como el verdadero redentor, un salvador cierto. Prevalece ese modelo social que rechaza el residuo, la degeneración, la excrecencia, a cualquier costo, porque el mundo occidental se ha vuelto temeroso y esquizo.

No limits

Elon Musk, arquetipo del emprendedor de cúspide, visionario y creador de algo donde no había nada y que, sin embargo, esperaba ser: la comercialización norteamericana del auto eléctrico. Además de ser el segundo humano más rico del planeta, y propietario de Tesla y X (antes Twitter), también es dueño de Space Exploration Technologies Corp. (SpaceX), una empresa aeroespacial que fabrica y brinda servicios en este ámbito. SapaceX ha crecido mucho: en 2021 y 2022 lanzó al espacio la misma cantidad de artefactos que el resto de las agencias y empresas sumadas . De hecho, el número de lanzamientos espaciales ha aumentado considerablemente: en 2001 fueron 121; mientras que en 2022 alcanzaron los 2397. A diferencia de las agencias estatales de Estados Unidos o Rusia del siglo pasado, que pregonaban la exploración espacial para engrandecer al interés nacional y humano, ahora las corporaciones privadas son las dueñas y señoras del espacio estelar. Si el espacio siempre fue intensivo en capital, ahora se pretende que sea intensamente capitalista. Musk no es el único predador del espacio, también lo es una cúpula empresarial norteamericana —y China—, que amalgama un discurso de élite listo para diseminarse por el conjunto de la sociedad.

¿En qué consiste esa visión? La Tierra y lo que suceda en ella no es un límite para Musk. A menudo se muestra en público con una remera estampada con la consigna “Occupy Mars”, imaginando así un planeta colonizado por un millón de humanos en 2122 y su confesada ambición es morir en Marte. Llegar a Marte es aterrizar en un terreno inhóspito (de hecho, los cosmonautas entrenan en Arizona-Sonora, por ejemplo). Esta “utopía oscura” conjuga a una comunidad de visionarios ricos e hipertecnológicos arribando al planeta rojo dispuestos a solucionar los complejos y aventurados problemas que les depare la misión. La superior clarividencia que detentan les permitirá organizarse allí en una “democracia directa” —en palabras del propio Musk (citado en Toddy, 2022)—, libre de la burocracia estatal y de su intervencionismo obstaculizante. Una suerte de exasperación individualista, optar por la salvación imposible, pero individual y de su estirpe, resulta preferible a tornar habitable la Tierra. En ese sentido, esta élite de iguales valen más que el planeta y representan el retorno del mundo para pocos. Antes que un discurso de salvación, es un salvoconducto minoritario contra el desastre terrestre, una anticipación autoprotectora. Es notorio el tuit de Elon Musk a propósito del golpe de Estado contra Evo Morales en Bolivia: “Golpearemos donde se nos dé la gana”, imaginando impunemente que tomarán los recursos que precisen de donde sea.

Para Musk, no hay “limites ecológicos”. ¿Cómo habrían de existir si el planeta mismo no es un límite para él? Piensa directamente en el espacio; es más, busca los límites solo para superarlos. ¿Cómo no habría de esperar la catástrofe? Ya la vio y se está preparando. No se trata de reparar lo dañado ni de cambiar la realidad, sino de inventar lo nuevo, y si ese algo es imposible, mejor. Su aspiración es fundacional: una tecnoutopía corporativa. No es utópica por ser irrealizable, sino por pretender desconocer la inherencia del malestar y el conflicto social. Es una futurización social idealizada, una utopía empresarial del trabajo, la producción y la innovación tecnológica: un espacio sin tensiones, donde los individuos —humanos o artificiales— trabajan en contextos hipercomplejos sin generar o percibir resistencias, salvo las que impone el entorno.

El retorno del espacio como nueva frontera expresa las articulaciones entre poder, tecnología e imaginación en el primer tercio del siglo XXI, signadas por el riesgo de un colapso ecológico. Hay en esta escena algo de brutal ignorancia y arrogancia, una mezcla explosiva. En este sentido, el término “terraformación” aludía a la mutación de los ecosistemas de otros planetas para hacerlos similares a las condiciones que permiten la vida en la Tierra. Pero hoy, como sugiere Benjamin Bratton (2021), es nuestro propio planeta el que requiere modificarse radicalmente para tornarlo vivible, es decir, estamos compelidos a considerar la Tierra como si fuera un planeta del espacio exterior. Bien nos parecemos a ese astronauta que, de un modo milagroso, sobrevive frágilmente dentro de su traje lunar, bajo conectores orgánicos e instrumentos hipercomplejos. No hace falta irse a Marte, en un punto ya estamos allí.

Pozo

En un museo contemporáneo se podía apreciar una gran foto de una comunidad selvática ecuatoriana, llena de vida. A lo lejos, se veían niñas y niños jugando, una mujer lavando ropa plácidamente en el río, en medio de un verde espléndido y tupido. Pero al acercarse al cuadro, uno se preguntaba extrañado por su nombre: KM 485 (Ponce, 2006). Al examinarlo más de cerca, se divisaba un cartel muy pequeño en medio de la selva con esa misma inscripción. Entonces, ahí se caía en la cuenta del sentido y virtud final de la imagen: por debajo de esa naturaleza floreciente corría un oleoducto, y lo cierto es que las roturas y derrames de las tuberías de hidrocarburos han causado grandes desastres ecológicos en Ecuador.

Con el litio se podría crear una representación semejante. Este se encuentra bajo la costra salina, mezclado con otros minerales en una sustancia viscosa llamada salmuera. Bombas constantes lo extraen del salar, vaciándolo, al tiempo que succionan toda el agua dulce del lugar y la que fluye desde los alrededores. Un estudio constató que las pocas lagunas de la región han disminuido de tamaño, como si se estuvieran absorbiendo a sí mismas (Casagranda et al., 2019). En una zona extremadamente árida, como ramificaciones venosas, las vegas son hilos de agua que permiten la vida a su paso; a medida que se agotan, la vida en su entorno también se extingue.

No es fácil ver el salar porque su superficie blanca refleja la luz del sol hasta encandilar. La visión perfecta e impoluta del salar no permite ver que los proyectos litíferos succionan la salmuera que circula bajo las costra salina, junto con las pocas fuentes de agua dulce del lugar. El salar, en realidad, está fragmentado por la infraestructura extractiva (véase Figura 2). Los ecosistemas de salares y lagunas del altiplano, de una riqueza inusual, son extremadamente frágiles debido a la escasez de recursos hídricos superficiales. De hecho, el Altiplano recibe la menor cantidad de precipitaciones del planeta, hasta el punto de que permanecen formas intocadas por el agua en miles de años. La técnica evaporítica de extracción predominante consume cantidades muy significativas de agua : 584.000 litros por cada tonelada de litio extraído (Alvarado et al., 2022), lo que va desfondando el salar. Se produce, así, un ciclo rápido de circulación del agua, que en nada se relaciona con el ciclo lento de la armonía ecosistémica local. Hay otras técnicas que utilizan menos agua, como la técnica de extracción directa, pero no poseen la maduración, los costos o la escala de la actual (Fuentealba et al., 2023). Asimismo, la técnica evaporítica produce residuos formados por las sales de potasio o sodio, entre otros. Por ejemplo, una explotación de 20.000 toneladas por año, luego de una década, genera residuos que ocupan 11,5 km² con un metro de alto (Mignaqui, 2022). En este sentido, los desequilibrios que conlleva la faena extractiva ponen en riesgo el conjunto de la biósfera local, afectando la fauna, la flora, la población, e incluso a los microorganismos que habitan los salares, los cuales fueron los primeros en existir en la Tierra y posibilitaron la oxigenación del planeta.

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Figura 2. Salar de Olaroz
Fuente: Foto satelital de Google Earth

La desertificación ya es notoria en el norte de Chile, donde las empresas deben desalinizar el agua de mar para continuar con sus tareas, un proceso que, a su vez, requiere enormes cantidades de energía. En la región de Atacama, Marina Weinberg (2023), en vez de estudiar el salar, se dedicó a explorar sus alrededores, lo que llama “the off-sites of lithium”. Se trata de las “áreas fuera de sitio”, que van desde las rutas de circulación donde pasan 400 camiones por día (transportando soda cáustica de Turquía o llevando litio hacia Estados Unidos), los alrededores residuales, los puertos. Se trata de sociopaisajes diversos y muy transformados que enmarcan el camino geofísico del litio. En estos patios traseros de los proyectos, “limbos” que han recibido poca atención, mientras uno más se aleja de la imagen “instagrameable”, más sucio se vuelve el panorama. Son espacios interminables donde se acumulan residuos y restos de lo inutilizado: fragmentos de mangueras, metales, contenedores, letreros oxidados de “propiedad privada”, postes de luz desinstalados, cables, entre otros. A mayor distancia del salar —describe Weimberg—, las mundialmente famosas piscinas comienzan a desvanecerse, reemplazadas por una secuencia de minería a gran tamaño: establecimientos perdidos, centrales eléctricas (de gas, fotovoltaicas, solares), instalaciones termales, y algunos campamentos empobrecidos que subsisten a la sombra de la gran industria minera (ver Figura 3). Atacama, junto con Calama, ve pasar setenta vuelos diarios desde y hacia esas ciudades que transportan trabajadores que harán turnos de 7 días de trabajo por 7 días de descanso.

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Figura 3. Infraestructura extractiva en el salar de Olaroz

La historia ya tiene un precedente: en Atacama perviven restos inermes de ciudades de la época del salitre, construidas por los ingleses a finales del siglo XIX. Se trata de una historia de minería y extracción de diversos minerales en lugares como Calama, Tocopilla, Mejillones y Antofagasta, donde los trabajadores y sus familias están marcados por el cáncer, la silicosis y otros problemas gastrointestinales y respiratorios; también padecen de agotamiento físico, debido a la alta toxicidad, que hace de sus cuerpos “archivos químicos” (Weinberg, 2023). La imagen-salar no muestra lo que hay debajo ni lo que hay alrededor. La mirada impoluta del salar ignora la cuenca, el agua dulce, los ecosistemas, la región socioeconómica a la que pertenece, la cultura en la que está inscrito, sus alrededores destruidos y la historia que tiene detrás.

Conclusiones: Imagen-litio e ideología verde

La imagen prístina del salar quiere producir positividad y belleza, fundir naturaleza y tecnología, mostrar esa apuesta al futuro por remplazar el mundo fósil por energía limpia, renovable y sustentable. De ese salar emerge un litio que se selecciona sin forzamientos, quirúrgicamente, y la naturaleza permanece inalterada. Más aún, salvada, porque ese litio blanco es el que contribuye a remplazar al petróleo negro. Si el auto eléctrico garantiza mantener las prestaciones e ilusiones de la sociedad actual sin contaminar, la ingeniería de vanguardia, mixturada con las tecnologías de la información, resuelve los problemas del cambio climático. El sur global, con esta “Arabia Saudita del Litio” colmada de riqueza, se incorpora al futuro y se inserta en el mundo.

En este nuevo metabolismo de salvación autoprotectora y excluyente, la vida cotidiana estará siempre conectada, rodeada de un confort azulado y una sólida seguridad. Y cuando haya que lanzarse a la aventura, un Cybertruck atravesará veloz los terrenos inhóspitos, catapultando a la nada todo objeto extraño que se le acerque. Formaremos parte de esa élite pionera que merece sobrevivir, la de aquellos que, apostando al futuro, dejarán atrás este planeta moribundo y vivirán eternamente en la excitación de la innovación. Todo esto, obviamente, es un oasis inexistente. La cosmovisión del litio apuntala la ideología verde del capitalismo: el pasaje entre un nuevo vector de acumulación y la legitimación del atropello militar que vendrá con la excusa de la supervivencia, porque el capital —como Elon Musk— no tiene límites.

Aquella imagen de la pampa blanca —como se diría en Argentina— describe bien el fetichismo del litio, el modo en que el mundo se devora a sí mismo. Lo que se esconde aquí es que se fetichiza la naturaleza, convirtiéndola en una mercancía y alienando la imbricación orgánica entre sus componentes. La imagen-litio oculta lo que está a su alrededor: los residuos, la materia diseminada que va dejando dispersa en su fluir. La novedad del “auto eléctrico” viene, en realidad, a reponer la exclusividad y la exclusión, la directa expulsión. La idea del “oro blanco” quiere hacernos creer que debemos contentarnos con la posesión de mágicas materias primas, cuando en general ni las poseemos, y cuando el norte global nos debe una deuda socioecológica descomunal. En resumen, el “sur absoluto” como cantera inicial y residuo final, excluido de la producción, la comercialización y el consumo, retorna indicando lo imposible de la viabilidad de este circuito del capital. La imagen litio en el salar tiende a escurrirse, como arena entre los dedos.

El envés de la ideología del litio consiste en que al capital no le importan los límites, ni los de la naturaleza ni los de lo humano; solo le atañe la dueñidad de lo apropiable. No quiere ver ni saber del metabolismo de la excrecencia, residual, que despliega. Lazzarato (2022) advierte que no perturba en lo más mínimo al capital que la catástrofe impacte a toda la especie. Para el capital, el fin es simplemente un nuevo comienzo, una oportunidad para saltar de un modo de valorización a otro. No conoce más límites que los inmanentes: no hay límites del universo, de los recursos, ni ecológicos ni energéticos; solo se vincula a sus propios límites (como la depreciación periódica del capital existente) y los rechaza o desplaza (a través de la formación de nuevo capital, nuevas acumulaciones y mayores tasas de beneficio). Se enfrenta a sus límites y al mismo tiempo los desplaza, eso es todo (Lazzarato, 2022). El asombroso corolario de esta dinámica es que, en su movimiento, destruye una multiplicidad de formas de vida, incluida la propia.

La reemergencia de las problemáticas interplanetarias no es ilógica si consideramos que nuestro planeta se ha vuelto distante y ajeno. Ya en el 2010, Mike Davis imaginaba un escenario en el que la mitigación —la reducción de daños y la vulnerabilidad de la vida y la naturaleza— sería abandonada tácitamente en favor de una inversión acelerada en la adaptación selectiva de los pasajeros de primera clase de la Tierra. La meta sería la creación de “oasis verdes” y cerrados, de riqueza permanente. Ahora, la Tierra aparece preformateada para ese grupo selecto que puede ir al espacio, un salvoconducto que lleva a fugarse a Marte o armar un “Marte” habitable en la Tierra, siempre exclusivo, un “oscuro utopismo”.

Nosotros, en cambio, debemos concebir la Tierra como si fuera Marte, pero con el propósito de cuidarla. Los salares son territorios ancestrales comunitarios, que deberían ser reservorios del medio ambiente, semejantes a los comienzos de la vida. Son espacios de experimentación que reciben la mayor radiación y que podrían ser fuentes para programar una transición energética justa y popular. Si el litio ha llegado hasta nuestro planeta y sirve para algo, es para preservar esa singularidad universal de la Tierra, que ha gestado las condiciones milagrosas para la vida, como la capacidad de contener agua en sus tres estados. Una política minoritaria ante la ideología blanca, extraterrestre y sombría del litio. En última instancia, puede que el conjunto de los problemas se reduzca a uno de cultura, a cómo concebimos y experimentamos nuestra vida.

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